Cuatro palabras.

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Cuatro

Cuando era pequeña y por razones que desconozco hasta el sol de hoy, tuve arranques de furia y descontrol espontáneos: rasgaba las paredes, rompía las cosas, los sillones y muchas veces me escapaba de casa. La única forma de calmarme, como bien saben, era que Cala me envenenara y me durmiese. Mi madre, no muy a gusto de las soluciones de la bruja, encontró que podía tranquilizarme si me acariciaban la nuca o la presionaban muy fuerte. Era como mi punto débil.

La mañana abrazaba la cabaña con brisas frescas y una nube moteada en el cielo, todavía teñido de rosa. Desperecé y me vestí para el nuevo día. Hoy especialmente hacía más frío, por lo que usé calentadores debajo de mis botas. Mas tarde me pondría mi capa roja para cubrirme mejor.

En la sala, Charlie dormitaba en el sillón, con ropas nuevas y una sábana que yo misma le había puesto. Lo habría devuelto a su habitación de no ser porque Cala me sugirió no hacerlo: moverlo haría que su estómago se revolviera y lo último que queríamos era que volviera a vomitar sustancias desagradables.

Hice un rápido y sustancioso desayuno para el viaje y casi había terminado cuando escuché unos suaves quejidos en la sala: Charlie estaba despertando.

—No te levantes, Charlie, por favor —Presioné sus hombros para volverlo a acostar.

—¿Qué... me pasó? —Se cubrió la cara.

—Ya estás bien, amigo mío, no te preocupes.

—¿Gatita? —Lo vi sonreír debajo de sus manos.

—Soy yo, mapache ¿Cómo te sientes?

—Como si hubiera bebido tres días seguidos.

—Estarás bien —le acaricié el cabello—. Sé que tal vez tengas hambre, mapache, pero creo que debes esperar a que la Maestra te dé el visto bueno antes ¿De acuerdo?

Asintió con un gruñido. Con ese tema resuelto, fui a la habitación de Cala, la primera habitación a la derecha del pasillo. Ella era una de esas personas que, si no se le levantaba temprano, empezaría a trabajar a las tres de la tarde. Le gustaba dormir.

En la puerta, toqué dos veces.

—¿Mi señora? —No hubo respuesta, así que volví a tocar—. Maestra, lamento molestarla, pero ya es hora de despertar. —De nuevo, no hubo respuesta—. Voy a entrar.

Al abrir la puerta, el delicioso olor a madera y especias inundó mí nariz. La habitación de Cala era la única que no tenía flores ni plantas; estaba repleta de libros. Cada pared, cada esquina, cada estante estaba tapizado por libros de diferentes índoles. Había pergaminos regados por todo el piso; plumas, jarrones con líquidos o vacíos. Del techo colgaba un pequeño candelabro que pocas veces se quedaba sin velas. La cama estaba en una esquina, junto a una ventana que permitía el paso del brillo de la mañana para cobijar a Cala con los rayos matutinos.

—Maestra, por favor —Me acerqué y la sacudí. Ella se quejó en voz baja—. Debe levantarse si quiere ir con la Señora Faustina.

Con otro quejido, Cala se dio la vuelta y se estiró en toda su larga longitud. Satisfecha de mi trabajo, me di la vuelta para irme, pero ella me tomó de la muñeca y me jaló para luego caerle encima.

—¡Maestra!

Ella me sonrió. Una mirada que prometía todo y decía nada. Enredó un dedo en uno de mis rizos, haciéndolo girar una y otra vez al mismo ritmo que mi cabeza lo hacía. Recé para que mi creciente inmunidad a su veneno no fallara.

—Buenos días —susurró. Sentí su otra mano jugar en mi espalda, sugiriendo algo, pero manteniéndose casta.

—Maestra... —Me estremecí—. Creo que debería...

Dulce BrujaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora