Dos veces huérfana.

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Dos

No recuerdo nada de lo que pasó en mi vida antes de los cuatro o tres años. Mis memorias empiezan desde los cinco: me veo a mi misma corriendo por el bosque, huyendo de la gente que me cree un demonio. Corro, corro, corro. Luego caigo. Nadie me ve, estoy en un pequeño riachuelo maloliente, lleno de sapos que croan al son de los pasos de las personas que pasan de largo. Pobre de mí, tiemblo por más calmada que quiero estar. Mis ojos, capaces de ver en la penumbra, encuentran una mirada plateada y dulce. Me sonríe, amable, y me saca del pantano.

Lo siguiente que sé es que estoy en una acogedora cabaña, la cual emana un dulce aroma a flores. Veo a lado de mí a una anciana, de cabellos grises y ojos plateados y vestimentas rosadas. Sonreía, amable y compasiva a la niñita-bestia que tenía frente a ella: Cerbera Circuta Odollam, a quien con el tiempo llamaría "madre" tanto por accidente como por costumbre y misma que me daría su apellido en formalización de una adopción.

La señora Cerbera era el ama de llaves de Cala, ella me enseñó todo lo que sé, principalmente a hablar, leer y escribir, puesto que al principio me comunicaba con gruñidos y todo tipo de sonidos que no eran del todo humanos. También me enseñó a hacer las labores de la casa y las tareas que se debían realizar para proteger la cabaña: todo aquel que viviera con Cala debía, por lo menos, saber cuándo cerrar las ventanas y puertas y cuando era mejor no hacer ningún ruido, además de saber diferenciar entre lo comestible y lo venenoso en la cocina. Fuera de eso no tenía muchas reglas o impedimentos, aunque siempre debía recordar algo muy importante:

—Nunca veas a la Cala a los ojos y tampoco te atrevas a tocarla —advirtió mí madre—. Su mirada arde y su piel mata ¿Me entendiste?

Yo se lo prometí y nunca miré a Cala a los ojos, por lo que pasé muchos años sin saber cómo era su rostro o el color de sus ojos, ni mucho menos la textura de su piel.

Fue Cerbera quien le pidió a la bruja a la que servíamos que me ayudara con mi maldición. Cala no parecía contenta, aunque tampoco dijo que no y fue desde ese momento que me volví su objeto de pruebas, pero mis ojos siempre se vendaban y ella usaba guantes todo el tiempo. Seguía sin conocerla.

Con el paso de los años me volví más astuta y tal vez un poco desobediente: me veía a mí misma asomando la nariz en la cocina y observando cómo la bruja elaboraba sus hechizos y pociones. Nunca me atraparon (no que yo me haya enterado), y aprendí con la mera observación a hacer un par de medicinas que nunca me atreví a realizar por miedo a ser regañada.

Una vez, cuando supe que mamá estaba en el bosque, fiel a mi costumbre, asomé el rostro por el umbral de la cocina, asegurándome de que la Señora Cala no notara mi presencia. Era un ventoso día de otoño, lo recuerdo bien, llevaba puesta una pequeña capa roja que mamá me había tejido y que por el aire que se colaba por la puerta me estorbaba para mi misión de espía. La cocina emanaba un olor a quemado y dulce a la vez, como madera vieja, muy vieja y mohosa y a la vez tostada. La Señora Cala casi estaba de espaldas a mí, por lo que no podía ver bien qué tenía en sus manos. Me hice hacia adelante más y más hasta que mis torpes pies pisaron la esquina de mi capa y tropecé.

Cerré muy fuerte los ojitos, había hecho ruido y si la Señora me veía, sería regañada y no quiero ser regañada. Sentí el pico de Lulú tratando de hacer que me levantara y no llorara por la caída, lo que me hizo pensar que me había librado de un castigo. Una vez de pie, le di una rápida mirada a la Señora Cala y vi que no se ha movido, traté de huir.

—¿Te gusta cómo huele? —Su voz era fresca, como una corriente de agua y dura como las piedras al fondo de un río.

—Gusta... huele... —le pude decir.

Dulce BrujaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora