Tres noches en vela.

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Tres

Las noches de luna nueva son horribles; las odio, hace frío, está oscuro, no hay criaturas revoloteando y el agua del pozo sabe diferente, además de que mi bestia se hace presente esas noches: al principio el simple hecho de encerarme en mi cuarto era más que suficiente, pero ya no tengo cinco años, y como atarme estuvo fuera de discusión, Cala optó por usar sus propios recursos para mantenerme controlada. Desde pequeña, lo único que me ha mantenido cuerda en estas noches son los venenos de Cala; la cuestión es que, con el tiempo, me he vuelto inmune a ella y necesito más que un roce para permanecer dormida.

—Si duele mucho, grita, por favor —pidió Cala, como siempre, no queriendo parecer muy preocupada a pesar de sus expresiones: todas ellas la delataban.

—Lo haré, Maestra. Muchas gracias.

Luego de quitarse un guante y acariciarme un rizo marrón del cabello, se alejó en caso de que cayera de bruces.

—No sentí nada —le dije.

Cala frunció el ceño y deliberadamente puso su mano en mi mejilla. Agradecí al sentir debilidad en todas partes y antes de darme cuenta, la bruja ya había cerrado la puerta y un brillo en la madera me hizo saber que estaba sellada. Ahora solo me quedaba esperar a que la calentura se me bajara y rezar para que mi cuerpo no sucumbiera a ningún cambio, porque si lo hace, no me puedo hacer responsable de mis acciones y no tengo memorias para disculparme debidamente.

Poco más allá de la media noche, mi espalda empezó a arder como si la tuviera sobre una placa de acero caliente, me senté, me acosté boca abajo, traté de frotarme inútilmente en las paredes para deshacerme del calor que se extiende cada vez más y más, es entonces cuando la cabeza me empezó vueltas, mis ojos aclararon la oscuridad y vi todo detrás del manto nocturno. De pronto busqué qué romper, qué arañar, dónde dejar escapar toda la energía que necesitaba desechar, que debía desechar.

El rostro de Cala apareció en mí cabeza: necesito que esté aquí, siento que algo diferente va a pasarme, que algo malo y diferente va a pasarme. Maullé y gimoteé en voz alta:

—¡Cala! ¡Cala, por favor!

Rasqué la puerta una y otra vez, usualmente se deshacía en virutas, pero la protección de la bruja es suficiente para mantenerla intacta; no puedo romperla, no puedo salir, estoy encerrada ¿Por qué estoy encerrada?

—¡Cala! ¡Cala!

Me arrodillé en el suelo frente a la puerta, gimoteando cada vez más fuerte, rascando la madera, lastimándome sin ser consiente del dolor. Mi pecho me empuja hacia afuera, como si pudiera traspasar las barreras con los simples latidos de mi corazón.

Oigo su voz.

—¿Qué te pasa?

—¡Cala! Ven, por favor.

Hay un momento en el que no hay otro sonido que el de mis garras en la puerta, luego el brillo de la madera se desvanece y la bruja que tanto quiero ver entra y se arrodilla frente a mí. Su cuerpo, completamente cubierto en telas y cuero, no me deja tocar su piel y el velo que cubre su rostro es me frustra porque no puedo fundirme en su mirada.

—¿Qué tienes?

Su ceño, severo, su voz, tranquila, ambos se unen como un imán que jala mi cuerpo hacia adelante.

—Calor —le dije— tengo mucho calor.

Ella tocó mi frente, vaya error.


El brillo de la mañana lucha por despertarme, mi propio brazo me mantiene en la penumbra por un momento hasta que me doy cuenta, al mover mi otra mano, que no llevo prenda de ropa puesta; lo único que me cubre es un pedazo de manta sobre los muslos. Me froto la cara, no queriendo saber cómo fue que terminé así. Me siento y estiro los brazos para desperezarme y un suspiro ajeno me sobresalta de la calma. Miro el otro lado de mi cama: Cala está ahí, dormida, ni siquiera cubierta con mantas: está desnuda y me pasmo al ver toda la extensión de su espalda donde hay varias marcas de mordidas y muchos moretones y rasguños. Nunca había visto su piel más allá de su cuello y su rostro. Ella era una perla blanquecina, protegida por la luna de cualquier rayo solar que hubiese querido tocarla alguna vez.

Dulce BrujaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora