Tres explosiones.

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Veintinueve.

Sentí que me arrastraban hacia Agatha. Su olor picante y amargo inundó mis fosas nasales y su risa se extendió por el campo de batalla. Mi sien sangraba y el líquido caía rápido al suelo debido a que me sostenían de cabeza. Mi pie estaba dentro de la boca chata y redonda del chancho de Airta, roncando feliz de haberme atrapado.

—¿Cansada? Estás fuera de forma.

—No quiero lastimarlos. Ya te lo dije.

—Ingenua y dulce niña —se inclinó hacia adelante y me tocó la sien, como si quisiera curarme, pero metió una uña a la herida y siguió abriéndola.

Grité adolorida y doblé la espalda hacia atrás. Mientras ella sonreía satisfecha, tomé impulso y le metí un zarpazo al ojo violeta, arrancándoselo con todo y cornea.

—¡Niña tonta! ¿Qué hiciste?

El cerdo me soltó, me giré rápidamente y caí de pie, Agatha se sostenía el ojo mientras yo sacudía mi mano para deshacerme de los residuos viscosas aún unidos a mis garras. Las criaturas detrás de mí se quejaron, como quien oye el canto de un ave directamente en los oídos. Sisearon, gruñeron, ladraron y maullaron mientras se arrastraban en el suelo. Poco a poco los vi disminuir de tamaño y retomar sus adorables formas pequeñas.

Luther se volvió a atacarlos, pero solo podía guiarse de su olfato y no pudo hacer mucho. Lo empujé lejos, teniendo poco tiempo para actuar antes de Agatha se recuperara. Tomé a los familiares más pequeños y los coloqué en el lomo de los más grandes. Las aves ya estaban desentumeciendo las alas, Lulú se acercó a saludarme con píos y chillidos felices y avergonzados pues había sido quien me hirió en la cabeza.

—Hola, traviesa —besé su cabeza—. Busquen a sus brujas —les dije a los demás—. Dediquen su tiempo a curarlas y si se encuentran bien, regresen.

Obedientes, emprendieron la carrera, guiados por el llamado de sus amas. Lulú permaneció en mi hombro.

—¿Sabes dónde está ella?

Chilló mientras me jalaba una oreja, en dirección a un grupo olvidado de troncos enmohecidos en el suelo, algo alejado de mí.

—¿Cómo es que a ella la haces pasar a tu sala y a mí me atacas? —me burlé—. Eres muy poco hospitalaria.

Agatha me miraba furiosa, encorvada ligeramente. La magia que había usado para cegar a los familiares y proteger su territorio no era cosa de una novicia. Y si bien, como afirmaba Dalia, ella tenía seis aros en su sigilo, no estaba absenta al cansancio que usar tanta magia le exigía.

—¡Mocosa maleducada!

Luther se esfumó y emergió después como collar alrededor del cuello de Agatha. Hizo un movimiento con las manos y sentí la tierra moverse debajo de mis pies y me aparté de un salto, cayendo con las manos sobre otro temblor. Me impulsé una y otra vez de espacio a espacio, evadiendo las múltiples zarzas que emergían del suelo. Lulú se había ido a volar para protegerse, lejos de cualquier amenaza que invocara la bruja.

—¡Vendrás conmigo quieras o no! —gritó Agatha—. Y créeme, mi pequeña, Galia, esta vez voy a encerrarte en un lugar tan resistente que dejarás de anhelar la libertad.

—¡Atrápame primero!

Como un juego, salté de liana a liana, lejos de ella. Agatha hizo aparecer burbujas de veneno a mi alrededor y al estallar, las plantas se marchitaron. El olor era pestilente, pero el veneno poco efectivo. Al caer, me atrapó una criatura nueva, claramente no un familiar, con la cabeza en forma de hacha y manos con solo dos dedos. Aprisionada, pues mis manos quedaron atrapadas en su agarre, incliné el cuello para morderlo y al no lograrlo, entré en un pequeño momento de pánico, sin saber qué hacer.

Dulce BrujaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora