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Una tarde en la que me pidieron ir a buscar más agua a ese río en el que había encontrado a Lucy Gray, Peeta se ofreció a acompañarme. Todo iba muy bien: reíamos, hablábamos e improvisábamos pausas para uno que otro beso..., hasta que nos encontramos, al llegar, que Johanna ya estaba allí, desnuda, tomando el sol del medio día.

Ella levantó la cabeza al escucharnos llegar. Con una sonrisa, sin saludar, miró un reloj de muñeca.

—Es hora de voltearme —anunció, y se giró, dejando ahora no sólo sus pechos, sino todo su frente a la vista—. Tengo crema bronceadora, ¿quieren unirse?

Si mis ojos no estaban desmesuradamente abiertos ya, seguro que después de que me ofreciera unirme a su... lo que fuese que creía estar haciendo, estaban a punto de salirse y quedar colgando a la altura de mi nariz. Miré a Peeta, quien me miraba de vuelta e intentaba aguantarse las carcajadas que traía atoradas en la garganta. Fue cuando algo se encendió en mí.

Estaba avergonzada, mi pudor había sufrido un trauma irreversible y, no contentos con eso, pensaban que reírse de mí ayudaría a sobrellevar la humillación.

—¡Claro, ríete! ¡Mírale los pechos también si quieres! —reproché a Peeta— ¡Corran desnudos por ahí, tomados de la mano! ¡A mí qué más me da!

Me alejé de ellos con prisa, jadeando de furia. Vaya par de tontos que eran. Odiaba que se hubieran conocido, que se llevaran tan bien..., pero más que nada, detestaba el hecho de que se la pasaba de exhibicionista frente a mi novio, el cual no parecía tener ningún problema al respecto; no tenía seguridad de que la mirara, ¡pero por favor¡ Seguro que le había echado un vistazo, decente para saber que ella tenía una figura notablemente mejor que la mía. Su cuerpo delgado no estaba escaso en curvas, la distribución de grasa era casi perfecta, pechos y nalgas envidiables..., a diferencia de mí, que me faltaba un poco de peso y se me marcaban los huesos más de lo que deberían. No me quejaba, estaba bien alimentada dentro de lo que se podía; sin embargo, algo dentro de mí no podía evitar pensar de quizás el instinto Peeta se viese atraído por formas más voluminosas que la mía.

Elegí un lugar apartado para gruñir a mis inseguridades y a la excesiva auto aprobación de Johanna Mason mientras llenaba los baldes y recipientes con agua que después herviríamos o usaríamos para limpieza.

Esa imagen de Johanna en cueros no abandonaba mi cabeza. Estaba marcada de por vida. De por vida. Y luego el idiota de Peeta que se había quedado a mirar y a burlarse de mí. ¡Pues que les den a ambos! Como si me importara... como si... como si... ¡Argh!

¿Desde cuándo me fijaba en estas tonterías? Hace mucho ya que había aceptado que nunca me vería deseable para los hombres, de hecho, lo agradecí en su momento, puesto que disminuía mis posibilidades de concebir niños. Ahora, por culpa de mis sentimientos por Peeta, estaba replanteándome la cosa y no estaba resultando precisamente sencillo, sino al contrario.

—¿Katniss?

Mi corazón y mi estómago saltaron ante su voz pronunciando mi nombre. No tenía muy identificado qué era eso que él hacía exactamente, pero cuando me llamaba, cuando ponía mi nombre entre sus labios, el sonido se volvía aterciopelado y anhelante, suave, tierno y apasionado. Fuera lo que fuese que hacía, me derretía.

Eso mismo me tuvo todavía más enfadada, porque no podía ensañarme a gusto con él. Quería darle su merecido y hacerle la ley del hielo por el resto de la semana, pero el muy condenado se aparecía, decía «Katniss» y yo ya estaba reteniendo las ganas de ponerme de pie y arrojarme a sus brazos.

«Ten un poco de carácter. Mantente firme», me dije.

Así que, cuando él apareció detrás de una planta demasiado crecida, alcé la nariz y me hice la indignada. Tendría que esforzarse por ganarme de vuelta.

ERES TÚ | THG EVERLARKDonde viven las historias. Descúbrelo ahora