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Rosalía Thompson. 22 de agosto de 1998, Portugal.

Un grito resonó en las blancas paredes del hospital principal de Portugal, una joven castaña se encontraba recostada en una camilla, sus piernas estaban separadas y flexionadas y su enorme panza de embarazo era cubierta por una bata rosa pálido. Vientre que ya no iba a estar abultado en unas cuantas horas.

Sus manos apretaban las sábanas de la camilla blanca, arrugando la tela y volviendo sus nudillos pálidos. El rojo de su rostro se veía brilloso por las gotas de sudor que caían hasta su cuello y sus labios de un tono carmesí, por las mordidas que les había dado en un intento de reprimir el dolor.

Un llanto llenó la habitación luego de seis horas de estar pujando y gritando, suspiró con alivio pero aquello no duró mucho, ya que pronto se vio obligada a pujar una vez más de forma inconsciente, por algo que quería salir.

Abrió sus ojos en grande sin saber qué esperar, desde todo su embarazo, los doctores habían dicho que solo había un bebé en su vientre, no dos, aunque sí le habían mencionado que su estómago estaba más grande de lo que debería, pero nunca le tomaron gran importancia.

¿Era posible que el feto se ocultara de las múltiples pruebas y aparatos que habían utilizado para llevar un control saludable del embarazo?. No lo creía posible, y era aún peor que no tuviera el dinero para cuidar de su hija o hijo, mucho menos de dos.

Un grito por su parte y una fuerte punzada en su abdomen bajo la sacó de sus pensamientos, forzándola a apretar sus ojos y respirar agitadamente.

No sabía que serían, había pedido a los doctores que le mantuvieran oculto el género de su bebé, así que ahora que serían dos no tenía ni idea de que nombres usaría.

Aunque, el hecho de haber sido echada de su casa por embarazarse a los diecinueve años de edad tampoco la ponían en la mejor de las situaciones.

Pero por el momento, le agradecía enormemente a su amiga por dejar que se quedara en su casa en lo que juntaba el suficiente dinero para rentar un pequeño departamento.

Al estar dilatada por el bebé que anteriormente había nacido, no tuvo que esperar mucho para que el nuevo saliera, así que, después de dos horas más, un nuevo llanto se abrió paso entre la tensión y nervios que inundaba el ambiente en aquella habitación.

Finalmente pudo respirar en paz sin que un bebé, o dos en este caso, presionara sus costillas y sin que otra contracción la tomara desprevenida.

Una enfermera pasó una pequeña toalla por su frente, secando el sudor como lo había estado haciendo durante el parto, le hizo tomar un poco de agua y pronto la doctora que había recibido a los bebés la estaba limpiando superficialmente.

Dos mujeres se acercaron, otras enfermeras, pero sus uniformes tenían dibujos de osos, sonajas y demás, así que supuso que se especializaban en los bebés.

Ambas cargaban a sus bebés.

—Felicidades, son dos niñas —sonrió la enfermera de cabellos castaños observando a la madre.

—¿Quiere que se las demos? —preguntó la enfermera rubia con una sonrisa.

—... no. Pueden llevárselas —respondió luego de pensarlo un poco.

Las mujeres se miraron entre ellas para luego asentir un tanto confundidas y retirarse con las bebés en brazos.

Normalmente, las madres que recién daban a luz pedían ver a sus bebés apenas nacieran, ni siquiera esperaban a recuperar el aliento. Por lo tanto, aquella respuesta les había descolocado un poco.

Rosalía quedó sola finalmente, una enfermera le había dejado una bata y la había llevado a su habitación, le dijo que se diera un baño y eso hizo.

Al recostarse en la camilla limpia apoyó su cabeza en la almohada, cerrando los ojos suspiró pesadamente mientras tocaba su vientre con piel flácida y sobrante. Supuso que era normal ya que antes, ahí habían dos bebés, no le sorprendería que tardara en recuperar su antiguo cuerpo.

Abrió los ojos viendo el techo, pensando en las opciones que tenía.

No podía cuidar a un bebé de la mejor forma, mucho menos a dos, si lo intentaba probablemente no comerían lo suficiente, no podrían tener un buen cuidado, y si lograban tenerlo, la castaña se iba a endeudar y a la larga eso era peor.

Sabía también que a su amiga no le gustaban mucho los bebés, así que no contaba con su apoyo para que las cuidara en lo que no estaba en casa, y tampoco le iba a pedir más dinero tomando en cuenta que ya le estaba dando un lugar donde vivir, temporalmente claro.

Pasó su mano por sus largos cabellos suspirando nuevamente, estaba segura de que no era la mejor opción, estaba segura de que estaba haciendo mal, pero era por un bien mayor. No podía hacer nada.

Las enfermeras llegaron a la habitación con dos cunas de plástico transparente y con ruedas, dentro tenían unos colchones delgados y cubiertos de sábanas y sobre él, estaban las bebés.

Una de las enfermeras salió apenas dejó la cuna, haciendo que la otra enfermera y la castaña quedaran solas, junto con las bebés.

—Aquí están sus... —las palabras de la enfermera quedaron interrumpidas por Rosalía.

—Adopción —soltó.

—... ¿Qué? —sus ojos se abrieron de sobremanera al oír esa simple palabra—. ¿Acaso quiere que...? —interrogó la mujer incapaz de terminar la pregunta.

En sus años de trabajo, unos cinco o seis, jamás había atendido a una mujer que quisiera dar a sus hijas en adopción. De hecho, no sabía ni como responder a aquello.

Rosalía observó con ojos brillosos y temblorosos a la enfermera, era castaña igual que ella, su cabello estaba atado en una coleta baja que le llegaba hasta media espalda, sus ojos eran miel y su rostro era dulce. La mirada de la joven estaba llena de miedo, no soportaba la idea de que una niña fuera abandonada.

La de ojos verdes miró directamente a la contraria, intentando verse firme con su decisión.

—Quiero dar en adopción... a una de las niñas —afirmó.

La enfermera le acercó ambas cunas para que pudiera ver a las bebés, ambas eran muy bonitas, solo que para ser gemelas eran muy distintas. Una tenía unos ojos verdes esmeralda y cabellos rojos como su abuela, su piel era clara, pero con un subtono rosa muy bonito, y sus labios se veían delicados.

La otra por su parte, parecía ser albina, su piel y cabellos eran blancos, al igual que sus pestañas, pero sus ojos eran de un brillante azul eléctrico, sin dudas su belleza era atrapante.

Los rasgos de ambas eran muy similares, pero habían ciertos detalles que las diferenciaban, como el hecho de las pecas que decoraban de forma tierna a la albina, o el pequeño lunar que reposaba bajo el labio de la pelirroja. E incluso la forma en la que la ojiazul parecía opacar a su hermana con un brillo natural que poseía.

—Me quedaré con ella —dijo mirando a la ojiazul.

La enfermera asintió y sin esperar nada más salió de la habitación con la cuna de la pelirroja frente a ella.

Que decepción.

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Bendecida Por Los Dioses (Libro 1) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora