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Elizabeth Thompson. 3 de agosto del 2017, el Olimpo.

Elizabeth siseó cuando Evan rozó el algodón cubierto de alcohol con una de los cortes que tenía en el brazo izquierdo, llevaban ya media hora limpiando y desinfectando todas las heridas.

—¿Qué fue eso? —habló Evan por primera vez desde que la prueba terminó.

—¿Qué fue qué? —jadeó Elizabeth.

—Tu magia, ese espectáculo que diste. Tú no puedes hacer eso, al menos no estando consiente —detuvo su trabajo para mirarla a los ojos fijamente.

—¿A qué te refieres con eso? —apretó sus dientes—. ¿Crees que no soy lo suficientemente talentosa cómo para lograr eso?.

Llevaba esforzándose en los entrenamientos por tantos meses que día a día se hacían más eternos, había cambiado toda su vida de la noche a la mañana y ella pensaba que Evan ya la consideraba una semidiosa más pese a no serlo, y ahora le decía eso.

—No. Me refiero a que has tenido muchos inconvenientes con tu magia desde que empezamos a trabajar en ella, y es muy raro que en una noche seas capaz de sacar todo ese poder sin la preparación suficiente para una novata —las palabras de Evan eran directas y sinceras, pero no hirientes, eso lo sabía Elizabeth, sin embargo ella bufó.

¿Cómo le iba a explicar aquel dolor que le recorrió el cuerpo entero durante la prueba?. No podía, no si ella tampoco sabía que había pasado. Rodó los ojos y fijó su vista en el suelo, esperando a que Evan continuara con sus heridas.

—Mírame —ordenó Evan, Elizabeth lo ignoró—. Elizabeth, mírame.

Elizabeth dirigió sus orbes hacia los de Evan, deseosa de que el tema llegara a su fin, pero ese no era el plan del rubio.

—Tus ojos eran blancos —confesó, la albina no sabía si creerle o no—. Tus ojos no brillaron de color azul cómo siempre, fueron blancos. Esa no eras tú.

—Mis ojos no brillan, los tuyos sí. Yo no soy una semidiosa.

—Sí lo hacen, no sé por qué y eso me confunde demasiado, pero Elizabeth, ¿qué demonios fue lo que sucedió ahí para que explotaras de esa forma? —frunció el ceño, perdiendo de a poco la paciencia que le costaba mantener, pero sabía que si gritaba Elizabeth también lo haría, así no llegaría a ni un lado.

—Me dolía.

—¿Los cortes?. Obviamente.

—No —lo interrumpió—, el corazón me dolía, todo lo hacía. Era cómo si me golpearan la espalda y las piernas mil veces, podía sentir la sangre escurrir por mi piel, no sé en qué momento empezó a salir mi magia.

Evan lo pensó, le habían hecho algo, quizás trampa para que Astra ganara pero habían fallado, el problema en sí no era la trampa, sino el cómo la  habían elaborado.

Lo que le había pasado a Elizabeth era muy similar al don que tienen los descendientes de Hades, el dios de la muerte. Le provocan heridas a una persona y queman algo de su víctima, rocían las cenizas de lo que quemaron sobre la sangre de la otra persona y lo que le hagan lo sentirá la víctima.

Era cómo a lo que los humanos llaman la magia del vudú, pero en lugar de un muñeco usan a una persona de carne y hueso, el efecto se acaba hasta que el “muñeco” se desmaye o se muera, o con sólo dejar de usarlo.

Bendecida Por Los Dioses (Libro 1) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora