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Astra. 13 de febrero del 2017, el Olimpo.

Elizabeth y Evan entraron al salón del trono, Zeus los esperaba con el ceño fruncido y con los ojos destellantes por la ira. Sus nudillos estaban blancos por la fuerza con la que apretaba los braceros de su trono y la vena en su cuello indicaba que su mandíbula estaba lo más apretada que se podía sin que sus dientes se quebraran.

Estaban en problemas, Elizabeth lo sabía, Evan lo sabía, e incluso Astra que estaba escondida entre las paredes estaba conciente de ello.

En el Olimpo habían túneles que conectaban todas las habitaciones entre sí, pasadizos oscuros y ocultos que casi nadie recordaba. Posiblemente habían sido para huir, una salida de emergencia en caso de que las cosas se complicaran durante  cualquier guerra que enfrentaran.

Eran muy antiguos, pero los pequeños orificios disimulados en las paredes que dejaban ver y oír de forma discreta lo que ocurría en las habitaciones aún estaban en perfectas condiciones.

Astra y Arsen los habían descubierto por error durante uno de sus muchos juegos en la infancia, claro que Astrid tampoco se había quedado atrás y los había usado como excelentes escondites para evadir sus clases de historia con la musa Clío.

Habían aprendido a ser lo suficientemente sigilosos como para que no provocaran eco y delataran su presencia.

Astra había sido arrastrada hasta ahí por la curiosidad, después de haber escuchado la corta discusión entre Evan y Zeus unas horas atrás, no la había cabido duda de que habría una más pero con la chica presente.

El saber cómo Elizabeth se pararía frente a un Zeus enojado –enojo que ya estaba provocando truenos en el cielo– le daba más curiosidad que el motivo de la discusión. Así que se quedó lo más callada y quieta posible, sabiendo que Evan y Zeus tenían grandes instintos. Pero ella también tenía un gran sigilo.

—¿Estás consiente de lo que hiciste? —la voz de Zeus fue únicamente dirigida hacia Elizabeth.

La albina se mantuvo callada, con los brazos a los costados, los puños cerrados y temblorosos y la cabeza agachada, viendo la punta de sus pies como lo más interesante del mundo.

Desde la posición de Astra, ella solo podía ver a Elizabeth, un poco a Evan y la parte trasera del trono de Zeus.

—¡Responde! —la chica dio un pequeño salto en su lugar por el repentino grito, pero Astra notó que tenía las cejas fruncidas.

No estaba atemorizada, no era miedo por el dios frente a ella lo que la hacía mantener su postura. Era enojo, una gran irá que se elevaba sobre ella y que quería mantener controlada, eso era lo que la hacía temblar.

—Estoy consiente de que fui a ver la tumba de mi madre —Astra parpadeó, el único asomo de sorpresa que permitió mostrarse a sí misma. Elizabeth mantenía los dientes apretados—, o al menos lo que se podría considerar una.

—No pediste mi autorización para ir, Elizabeth —gruñó Zeus—. Pusiste en riesgo no sólo tu vida, también el destino de absolutamente todo. ¿Estás consiente de que si la Sombra te lleva, todo el mundo podría sufrir las consecuencias? —aunque no gritó, se podía sentir el enojo en cada una de sus palabras, se notaba por el tono lento que usaba para controlarse.

Evan, al lado de la chica, mantenía la barbilla en alto, su rostro estaba en una seriedad tranquila y lo único que delataba su nerviosismo fue la forma en la que jugaba discretamente con sus dedos a sus costados.

Astra no supo si fue por Zeus, por Elizabeth o por él mismo.

—Yo fui el que… —interrumpió Evan en un intento de salvarle el pellejo a Elizabeth.

—¡Silencio! —gruñó Zeus.

Los ojos de Elizabeth parecieron destellar con un azul casi blanco, pero Astra inmediatamente borró esa imagen de su mente, sólo los semidioses y los dioses podían hacer brillar sus ojos. Solo los que tenían magia en la sangre.

Nadie más lo notó.

—¿Soy una arma para ustedes? —la voz de Elizabeth sonó como poco más que un susurro.

—¿Disculpa? —preguntó Zeus incrédulo.

—¿No puedes pensar en nada más que tu maldito Olimpo por una vez en tu puta inmortal vida? —gruñó Elizabeth elevando de a tonos su voz.

Tanto Evan como Astra clavaron su mirada un tanto temerosa y asombrada hacia Elizabeth. Astra se aseguró de hacer una oración a su madre, Atenea, en nombre de la pobre chica que iba a recibir la furia del dios en cualquier momento.

—Enserio que no tienes conciencia —una risa totalmente falsa brotó de los labios de Zeus con esas palabras, como un ronroneo.

—Mira quién lo dice —respondió Elizabeth—, el inmortal mandón, ¿no sabes hacer nada más que ladrar órdenes?.
Astra se tensó, pudo ver que Evan también, sobre todo cuando le puso una mano en la espalda baja a Elizabeth, una súplica silenciosa para que cerrara la boca. El gesto le resultó tan íntimo que se preguntó seriamente si los tumores serían reales.

—Disfrutas ver cómo absolutamente todos escuchan lo que dices atentamente y acatan las órdenes como si nada, ¿verdad?.

—Mira, niñita, te recomiendo que cierres la boca. No sabes de lo que estás hablando, en lo más mínimo. ¿Crees que una mortal como tú puede saber lo que sucede y lo que no dentro de estas cuatro paredes? —el sonido de la ropa en movimiento llegó a los oídos de Astra, y pudo ver cómo Zeus caminó hacia Elizabeth.

Zeus se detuvo frente a la mundana, le sacaba casi dos cabezas, si no es que más, la presencia de Zeus era imponente, a Astra la había hecho sudar más de una vez. ¿Estar a una distancia tan corta del dios del rayo? Eso era una tortura mental. Podría jurar que escuchó como Elizabeth tragaba saliva, toda su valentía se fue a pique con Zeus frente a ella.

—Esto es la guerra, Elizabeth Thompson, me vale una mierda lo que pienses sobre cómo hago mi trabajo en este lugar, pero te recomiendo que mantengas tus opiniones en tu boca antes de arriesgar tu pellejo conmigo.

—Talvez sea la guerra —la intimidación no frenó sus palabras—, pero yo no soy una espada que puedas manejar en ella. No soy tu arma personal, no soy nada tuyo, así que trátame como lo que soy, una humana, una persona, y yo te trataré como lo que tú eres, un dios. Con tu maldita arrogancia inmortal no lograrás nada más que perder está guerra, digo lo que diga el oráculo, el destino o cualquier estupidez.

Cada una de sus palabras fue letra, clara y firme, aunque sus manos ya habían empezado a temblar por el miedo del hombre prácticamente gigante frente a ella, Astra cálculo que Elizabeth le llegaría a la punta de la nariz.

Vio como Elizabeth hizo una reverencia sarcástica y salió del lugar con pasos seguros, Evan hizo una reverencia real y profunda y salió detrás de la chica. Zeus suspiró, aún molesto y salió por una puerta a un costado del salón del trono, hacia su habitación.

Astra se alejó de los orificios de la pared, aún no sabía si calificar a la chica como valiente o como estúpida por hablarle así a Zeus, el ser más poderoso de la tierra.

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Bendecida Por Los Dioses (Libro 1) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora