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Louis Tomlinson.

La ansiedad aumentaba cada segundo que estaba lejos de Harry y mi hija.

El frío desalmado de los pasillos del hospital me hizo temblar mientras estaba sentado en las sillas de tapizado azul y mis codos clavados en mis muslos, manteniendo mi cabeza que estaba inclinada hacia adelante, mis dedos tamborileaban sobre mi cabello.

Había tantas cosas rondando en mi cabeza, tantos pensamientos dolorosos, que se clavaban en el centro de mi corazón como un millón de dagas.

No había estado en un hospital desde que Polly había fallecido, ni siquiera me atreví a acompañar a Harry a las ecografías. Y me sentía un mal padre por eso, pero realmente no podía, mi cuerpo temblaba al estar en contacto con el aire esterilizado o escuchar los pitidos incesantes de las máquinas que controlaban el pulso de los pacientes.

Pero ahí estaba, escuchando el ruido de las zapatillas de los médicos chirriando contra el cerámico gris brillante, conversaciones vagas, el llanto de alguien que perdió un familiar.

Necesitaba un cigarrillo, pero sabía que si salía y alguien venía a buscarme, no me perdonaría el haber desperdiciado aunque sea dos minutos para estar cerca de Harry.

—Tomlinson.—mi apellido fue pronunciado por una suave voz femenina e hizo eco en las frías paredes pintadas de blanco.

Levanté la vista para observarla, vestía un ambo de cirugía celeste como el color de sus ojos, su cabello era oscuro y estaba recogido en un moño, sus finos dedos con algún que otro anillo sostenían un porta papeles color plata y una lapicera negra colgaba de su bata impoluta en la que su apellido resaltaba bordado de color rosa en el bolsillo superior.

Me puse de pie y caminé hacia ella, sintiendo el alma pesarme a cada paso que daba.

—¿Es el padre?—preguntó cuando estuve de pie frente a ella. De cerca se veía mucho más joven y su perfume femenino inundó mis sentidos.

—Si.—hablé con las palabras atoradas en el nudo de mi garganta.

—Ellos están bien, sin embargo hay malas noticias.—mi corazón se paró en ese instante. Sentí que todo se caía a mis pies.—Acompañeme por favor.

Asentí y la seguí por un pasillo frío y blanco a través del hospital, observaba las habitaciones a los lados, esperando que alguna diera con la cabellera rizada de mi conejito. No fue así.

Estaba muriéndome por dentro. Necesitaba verlos, aunque sea detrás de un vidrio.

Nos detuvimos frente a una puerta en la que brillaba una placa de color plata con su nombre plasmada en el centro.
La abrió despacio y me invitó a pasar a su pequeño consultorio.

Era demasiado hogareño a decir verdad, había distintas fotos decorando las paredes sin sentimientos, plantas esparcidas estratégicamente que le daban color al lugar, y muñecos en un enorme canasto debajo de la camilla me hizo pensar que quizás ella era pediatra.

Se sentó en la silla de ruedas detrás de su escritorio y me hizo señas para que me sentara en la que estaba al frente de la suya.

—Bien, quizás esto sea difícil de asimilar. Su esposo aún no lo sabe.

Mi esposo.

Respiré profundo, intentando no volverme loco.

—La escucho doctora.

—Las pastillas que él tomaba para la fertilidad hicieron algo así como un efecto rebote, ¿entiende a lo que me refiero?

Fruncí el ceño.—Algo así.

Peaky Blinders.  [L.S] ✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora