Epílogo

1K 42 18
                                    

El firmamento se entremezclaba con la calidez de los rayos del sol, ambos creando una atmosfera de paz capaz de calmar a cualquiera que lo contemplase.

Zelda se encontraba agitaba caminando por los pasillos de aquella arboleda, alejada de la ciudadela del próspero reino de Ordon. Estaba preocupada, buscando con esmero a uno de sus grandes tesoros, quien se había alejado de su lado debido a sus travesuras y deseos de explorar más el mundo.

- ¡Por las Diosas! ¿Dónde se ha ido? – se preguntó a sí misma, alarmada.

La joven entró a un lugar muy conocido para ella, uno donde vivió los momentos más hermosos con su amado príncipe y le regaló el cielo más luminoso mientras le juraba amor eterno; situaciones que durante esos años de casados se habían repetido constantemente, pues nunca dejó de tener con ella dulces detalles para enamorarla.

Saliendo de sus recuerdos, la dama prosiguió con la búsqueda, y fue entonces que escuchó un ruido en aquel escondido sitio donde yacía el misterioso árbol que había sido el hogar de alguien especial para ella. Sin perder tiempo, hizo a un lado las enredaderas, y sus ojos se sobresaltaron al contemplar a uno de los seres que significaban la vida misma para ella tratando de escalar aquella peligrosa estructura. Y antes de que cayera al suelo fue a tomarlo por la espalda.

- Mami...

- ¡Por favor, Hylia! No vuelvas a alejarte de mi lado, casi me matas de la preocupación. – exclamó con preocupación.

- Lo siento. – contestó la niña con arrepentimiento.

Soltando una ligera risa, la pequeña niña se abrazó a los hombros de su salvadora, quien le correspondió con cariño, para luego colocarla en el suelo. La princesa contempló la belleza de su hija de tres años de edad, quien se tocaba el fleco que cubría su frente mientras movía con gracia su mediana melena rubia, herencia de su padre. Mostraba inocencia y pureza en su zarca mirada, la que era idéntica a la suya.

Como dictaba la tradición, todas las mujeres nacidas en la Familia Real de Hyrule debían llamarse Zelda, sin embargo, la princesa y el guerrero decidieron otorgarle un segundo nombre, Hylia. Esta decisión no solamente fue para no confundirlas, sino porque aquel nombre significaba mucho para ellos, el inicio de ese hermoso lazo del destino que los unía, y el que lamentablemente se había perdido con el tiempo; por ese motivo desearon que aquello regrese en uno de los seres que más amaban.

Luego de salir del encantamiento que su pequeña princesa le había causado, Zelda se agachó para ponerse a su altura y acariciar su rostro con dulzura. Deseaba preguntarle los motivos de su lejanía, pues se preocupó mucho de ver que no se encontraba a su lado.

- Mi pequeña, ¿por qué huiste de esa manera? Sabes que no me gusta que te alejes de mí.

- Es que... quería ver la casita del árbol que me contaste el día que llegamos al palacio de los abuelos. Es esta, ¿verdad? Dijiste que estaba cerca de la fuente. – preguntó la pequeña con curiosidad.

Al escuchar la pregunta de la infante, Zelda solo sonrió con sutileza, pues recordó aquella noche en la que le contó a su hija la mencionada historia para que se durmiera. Claro está... con ciertos cambios.

- ¿Es esta la casita del árbol donde vivió aquel guerrero que se casó con la princesa? – repitió la pregunta.

- Bueno... si, esta es la casa. Como te dije, él vivió aquí hace muchos siglos, y se ganó el corazón de la princesa por la grandeza de su alma.

- ¡Quiero conocerla, mamá! ¡Subamos, por favor! – exclamó con ansiedad.

- Está bien, pero prométeme que no volverás alejarte de esa manera. – reprendió la princesa, otorgándole cariño a sus palabras.

Almas unidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora