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No recordaba cuando había sido la última vez que me emborraché. Creo... que fue hace meses. Los suficientes para no extrañarlo.

Ahora sentía el alcohol nublándome la mente, justo como lo hacía en ese tiempo. El cuerpo ligero, las manos ansiosas, el corazón arremetiendo contra mi pecho con desesperación. Toda mi existencia se sentía abrumada y ajena, como si no tuviera ningún control sobre mí. Y eso me asustó. A mi mente vinieron un sinfín de memorias, recuerdos difusos y distorsionados en los que hacía estupideces. Recordé algunas discusiones con mi padre, con mis amigos, los brazos de Abraham a mi alrededor tratando de calmarme, su voz en mi oído; todo se mescló en un torbellino abrumador y preocupante. Traté de convencerme de que todo estaría bien, de que el mareo se me pasaría pronto, que nada de eso volvería a pasar, pero cada vez me costaba más respirar y mantenerme en pie.

¿Cuántas horas llevábamos ahí? ¿toda la noche? No estaba segura, pero así se sentía. Estuve bebiendo en la barra junto a los demás, sin importarme nada, después salimos al jardín, saludando gente, luego fuimos a comprar más alcohol y al regresar nos subimos a la azotea. Llevábamos rato ahí, alrededor de una mesa de billar, jugando. Daphne y Giselle se la estaban pasando en grande grabándolo todo, riendo entre ellas y de las ocurrencias que soltaba de vez en cuando un chico que apareció de la nada. Reggie y Johann también estaban aquí, jugando billar contra otros dos tipos que tampoco conocía y mirando con atención las pelotitas de colores esparcidas por toda la mesa, fumando, bebiendo y molestándose entre ellos con unas sonrisas radiantes estampadas en sus caras. Estaban disfrutando. Y yo solo... podía hundirme en mi ensoñación, tratando de aliviar un poco el horrible nudo en mi garganta y el asco circulando por mi boca seca.

No quería estar así. Quería moverme, jugar con ellos, unirme a la fiesta, pero no pude. El cuerpo no me respondía, me pesaba, como si estuviera atada a una cesta repleta de piedras sobre mi espalda. Tampoco nadie parecía extrañarme. Nadie me estaba prestando atención. Nadie se me acercaba.

«Va a pasar».

Con disimulo, ignorando el pánico y los nervios retorciéndome el estómago, intenté tomar grandes bocanadas de aire, abanicándome la cara. Pero el calor no se bajó, ni el dolor de cabeza, mucho menos el mareo magullándome el cráneo. Todo parecía confuso e incierto a mi alrededor. De momentos, los sonidos se volvían lejanos, irreconocibles. Mis ojos no enfocaban nada con claridad y sentía que, si me movía tan solo un poco, terminaría yéndome de cara contra el piso. Las personas a mi alrededor, aunque eran relativamente pocas, se sentían como una bochornosa multitud que me robaba el aliento y me asfixiaba en mi lugar. La alta música y las risas eufóricas tampoco me ayudaban en nada.

«Está a punto de pasar».

El miedo fue creciendo a cada segundo y ni siquiera sabía por qué. Las manos me temblaban, punzadas horribles taladrándome las sienes. Tenía el cabello adherido a la cara por el sudor frío que no dejaba de empaparme la piel y mis pies estaban al punto del colapso.

Irresistible tentación © [+18]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora