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Por un instante me quedé perpleja, atolondrada, sin saber muy bien cómo actuar. No lo sé, cada vez empezaba a ser más complicado aparentar control frente a Johann. Sentía que entre todo lo que habíamos compartido, él empezaba a descifrarme y a estas alturas conocía cada uno de mis conflictos mentales, descifrándome.

Y obviamente no lo dejé salirse con la suya, claro que no.

Rápidamente tomé las riendas de la situación.

Como en cada una de las veces en que algo me molestaba, sentí la inmensa necesidad de hacer como si su existencia entera no me afectara en lo absoluto, de mostrarme como alguien inalcanzable, poderosa, imperturbable. De modo que la frialdad me salió natural.

Con todo el orgullo y el descaro que todavía me quedaban de sobra, le sostuve la mirada. Me enderecé en mi lugar con firmeza, cruzando los brazos por sobre mi pecho, y le planté mi mejor cara de perra sin sentimientos, alzando como plus la barbilla en un claro e insensible gesto de "no me importa una mierda lo que hagas, pienses o sientas". Fue una de esas posturas que solo le mostrarías a tu peor enemigo.

Sinceramente, a este paso yo misma empezaba a creer que efectivamente no tenía sentimientos. Aunque bueno, tampoco era algo que me robara el sueño.

Mi desplante tuvo el efecto esperado. Johann tensó de sobremanera la mandíbula, irritado, demostrando lo mal que le cayó mi desinterés. Sus hombros se vieron más anchos, más imponentes, y su mirada se ensombreció como si no pudiera creer mi cinismo o le infartara mi indiferencia a nuestros problemas. A pesar de eso, siguió tratando de esconder su impotencia descomunal tras esa frívola fachada de flojera.

Por mi parte, yo ya estaba tan erizada como un gato en posición de ataque. El corazón me golpeó el pecho con fuerza, calentándome la sangre y tensándome cada músculo. No pude identificar si fue por tener su entera atención, por la impotente rabia contenida en toda su expresión tensa o por su rápida respuesta a seguirme la corriente en mis bobas intenciones, afincando con recelo sus ojos en los míos. Fuese lo que fuese, ahí estábamos retándonos mentalmente, diciéndonos todo y nada a la vez.

Antes de que alguno de los dos abandonara la guerra de miradas cargadas de odio, su abuelo rompió el incómodo silencio como solo un Rowling podría hacerlo sin titubear:

—Querrás decir buenas noches, drogadicto de mierda —gruñó entre dientes, a modo de regaño.

¿Qué si me sorprendió? Por supuesto que sí. Ese anciano podría estar postrado en una silla de ruedas, débil e indefenso, más arrugado y descolorido que una fruta deshidratada, pero tenía la malicia y la valentía de un tipo que podría descontarse a cualquiera. Me iba a costar mucho adaptarme a su peculiar manera de ser.

Reitero: era un niño grosero e imprudente atrapado en un cuerpo de ancianito adorable.

Aguantarme la risa fue todo un reto. Me quedé estática, con la sonrisa queriendo salir, pero me mordí a tiempo las mejillas internamente para evitarlo a toda costa y arruinar mi escenita. Johann fue el que no se contuvo. Puso los ojos en blanco, resoplado por lo bajo, y le dedicó una perezosa mueca de verdadero fastidio a su abuelo.

—Como jodes con lo mismo —se quejó, escupiendo minuciosamente cada palabra.

Ambos se dedicaron a mirarse las caras amargas entre ellos, sin llegar a expresar algo más allá que disgusto. El anciano bipolar ya estaba de vuelta en su malhumor, frunciendo el ceño y destilando cólera hasta por los poros, seguramente molesto por las actitudes de su nieto. Lo de Johann era más cansancio y hastío.

Yo los observé en silencio, algo entretenida por esa íntima reacción. No era cosa de todos los días ver a esos dos interactuando entre ellos, demostrando ese cariño familiar que de seguro al abuelo le costaba demostrarlo. Siendo tan reservado y gruñón era difícil imaginármelo abierto a otras personas.

Irresistible tentación © [+18]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora