48 | parte 2

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"No me importa la mierda que tengas en la cabeza, ser una hija de puta no es ninguna enfermedad"

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"No me importa la mierda que tengas en la cabeza, ser una hija de puta no es ninguna enfermedad".

El recuerdo de sus palabras no dejó de rondarme la mente desde que me encerré en mi habitación. Ardían como lava fundiéndose en mi pecho, destrozándolo todo. Consumiéndome por dentro.

Tuve que tomar grandes bocanadas de aire para tranquilizarme. El pecho me subía y bajaba con fuerza. Dolía. Por mucho que intentara negarlo, todos tenían razón. Nunca medía el daño que les hacía a los demás. Mis malditos instintos por sobreponerme encima de todo eran todo un martirio.

Ahora ya no podía dejar de culparme por todo lo que le dije a mi mamá. Por sus lágrimas y sus ojos llenos de dolor y decepción clavados en mí. Agh, soy tan idiota.

No debí hacerle eso.

El enojo ya había quedado atrás, pero no sabía si eso resultaba mejor. Cuando las cosas estallaban, perdía el control y hacía de todo para descargar mi tormenta, nada importaba. En ese momento sólo reaccionaba. Pero claro, en algún momento tenían que dejar de caer los escombros. Cuando me tocaba lidiar con las cenizas y el desastre. Siempre era lo mismo: la frustración, la culpa, los malditos remordimientos que siempre me hacían sentir tan miserable y una completa porquería. Sólo sabía cometer error tras error. No importaba el puñado de pastillas que me tomara, siempre sucedía lo mismo.

Ahora ya no tenía ni cara para verlas a los ojos. ¿Cómo podría? En mi interior, seguía frustrada por toda esta situación, por tener que rendir cuentas con todos ellos, por haber sido tan estúpida como para dejar los frascos vacíos entre mis cosas y no deshacerme de ellos cuando pude. Pero también estaba inquieta por mi madre.

No volvió a dirigirme la palabra lo que restó del día. Chloe me había llamado un par de veces para que bajara a comer, pero la había rechazado. No tenía nada de apetito. Sólo las escuché irse por la tarde a entregar algunas pinturas de Lola a sus compradores en línea. Mi padre no había dejado de llamarme por teléfono y sólo podía ver la pantalla de mi móvil iluminarse y apagarse tras cada intento. Debía estar furioso. Lo que menos quería era lidiar con él también. Muy apenas podía con mis propios arrebatos.

Le di una larga calada al cigarro entre mis dedos y solté el humo con lentitud, como si todos mis problemas se fueran con él. Hacia tanto que no fumaba. Solía hacerlo en el instituto cuando estaba cruda o muy tensa, igual que ahora, pero lo dejé cuando pasó la última tragedia y había creído que no volvería a suceder.

Supongo que no dejaría de pasarme.

Me acerqué más a la ventana y me perdí en la negrura de la noche. Me agradaba lo solitario del vecindario. Me hacía sentir como si estuviera en un ambiente postapocalíptico y pudiera hacer cualquier locura en donde fuera, sin nadie para juzgarme.

Entre mis delirios, mis ojos se posaron sobre las ventanas iluminadas de la casa de al lado. Algunos de sus invitados ya se habían ido, pero no todos. Me pregunté qué rayos estaría haciendo Johann. No había vuelto a saber de él en todo el día. Lo extrañaba. Quería que me abrazara y no me soltara nunca. Quizás así no tendría oportunidad de hacer otra de mis estupideces.

Me imaginé aquella escena, hasta que la puerta a un costado de la casa se abrió y salió una silueta. Botó la bolsa que traía en el contenedor de basura y a los segundos salió otra silueta, un poco más alta que la otra. Sus pasos eran firmes y algo sospechosos. Por la oscuridad, no supe diferenciar de quienes se trataban, pero sí pude ver el claro rechazo de la primera, porque intentó pasarle por un lado, ignorándola, pero la segunda le detuvo por un brazo y parecieron tener una pequeña discusión. No supe qué estaba pasando, ni si estaban forcejeando, pero al poco tiempo la primera silueta dio un paso atrás, liberándose del agarre, y se adentró a toda prisa de nuevo a la casa, dando un portazo tras de sí.

Por un momento pude ver la larga cabellera rubia de la chica al entrar, dejándome un tanto intrigada, pero la verdadera sorpresa me la llevé cuando la otra silueta caminó rígida hacia el jardín delantero y por los faros de la calle pude ver débilmente a un Johann cabreado y con las manos metidas en los bolsillos de su sudadera. Lo había visto tantas veces fuera de sus casillas que ya me era fácil identificar cuando estaba así.

Sacó una cajetilla de cigarros y encendió uno, llevándoselo a los labios. Su ceño estaba fruncido al límite y no había ni rastro de su típica actitud juguetona o sus sonrisitas traviesas. Claro, entendía que no tenía la necesidad de estar vuelto risas y felicidad todo el tiempo, pero había algo extraño. Su mueca me resultaba algo rara, más amarga de lo que me pudiera imaginar. Mi mirada pareció pesarle demasiado, porque soltó todo el humo con rapidez y se giró en mi dirección, férreo. Esa agresividad me descolocó por completo, como si al fumar no buscara relajarse, sino descargar su rabia de alguna forma.

Ninguno de los dos se movió. Por la posición, la luz quedó detrás de él y sólo pude ver una sombra cubriendo su rostro, pero sabía que él podía verme perfectamente a mí y que lo estaba haciendo con una fijeza inquietante. Tragué grueso y me sujeté del borde, sin apartar la mirada. No sabía porque me sentía tan intimidada, pero no pude hacer nada al respecto. Sólo respirar con dificultad y rogar al cielo para que no pareciera tan asustada a como estaba por dentro.

¿Por qué ya no me sonríes?

Pareció leerme la mente, porque Johann avanzó en mi dirección y se subió a la barda que dividía nuestras casas. Se sentó ahí, a unos pocos metros de mí, y volvió a alzar el rostro. Esta vez pude verlo un poco mejor, aunque siguió con los hombros caídos y se esforzó por sonreírme con aparente diversión, sin llegar a hacerlo del todo natural.

—Aparte de enfermera, ¿también eres nuestro guardia?

Volver a escuchar su voz fue un calmante para todo lo demás. Mis mortificaciones se esfumaron con lo poco que me quedaba del cigarrillo y sonreí por fin, bufando por lo bajo.

—No eres el único que necesitaba envenenarse un poco —le di una última calada al palillo entre mis dedos y lo apagué, disfrutando ese último aliento.

—Te ves fatal.

Qué directo.

Quise patearlo, pero me limité a sonreír con cinismo y apaciguar mi peleonera interior.

—Gracias, tú también estás guapísimo.

Negó en leves movimientos y se reacomodó en su asiento improvisado, dejando caer los antebrazos sobre sus muslos.

Ah, ojalá estuviera ahí.

—Lo digo enserio —volvió a fumar un poco, y sin apartar la mirada de mí, entrecerró los ojos con suspicacia—. Pareces cansada.

—¿Yo? —me hice la desentendida y me llevé una mano al pecho. Su sonrisa sólo creció un poco más, sin dejar por completo esa expresión seria de hace rato—. Pero si apenas está comenzando la noche.

—No sé si has visto un reloj, pero tu hora de invitar a personas a pecar y hacer locuras está llegando a su fin.

—Entonces estás de suerte.

Alzó la comisura de sus labios con picardía y fumó otro poco.

—¿A dónde me vas a invitar esta vez?

—¿Estás ocupado?

Negó en un movimiento y soltó el humo en un suspiro.

—Sólo quiero irme de aquí ya.

Justo lo que quería escuchar.

—Dame un segundo.

Irresistible tentación © [+18]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora