Capítulo 4: Por una buena causa

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Ainelen se arregló el flequillo que caía desordenado sobre su frente

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Ainelen se arregló el flequillo que caía desordenado sobre su frente. Tal vez debía cortar un poco más su cabello, el que ahora llevaba sujetado en un moño, dejando caer dos mechones a cada lado de su rostro. Incluso de esa forma, este rozaba el suelo cuando hacía una flexión de brazos.

 —¡Apenas está comenzando! —exclamó Zei Toniel—. ¡Si quieren ser legionarios de verdad, deben acostumbrarse a vivir con el cuerpo hecho pedazos! 

 Eso no sonaba nada bien. Ainelen quería morirse. 

 «Aguanta. Un poco más. Veintitrés. Veinticuatro. Veinticinco...». Todavía estaba lejos de las ochenta flexiones que les había pedido el instructor. Que Oularis le diera su fuerza. 

 No supo cómo, pero terminó por lograrlo. La joven se desplomó sobre el pasto y quedó boca arriba, mirando el cielo azul. Qué hermoso era el azul. Y allí estaba la grieta, casi invisible a esas horas. 

 Ainelen respiraba agitadamente. Tomó la cantimplora que le habían pasado y bebió sorbos de agua. Estaba exquisita, muy fresca. 

 Había pasado mucho desde la hora del almuerzo y en este momento el sol comenzaba a adquirir una tonalidad más pálida. Quedaba poco para irse a descansar, solo tenía que aguantar.

 Posteriormente el instructor puso a todo el pelotón a hacer abdominales, y después diferentes estiramientos, y después correr otra vez...

 Cansador. 

 Ya era pleno atardecer y la grieta surcaba el cielo, cargada de brillo blanquecino que reflectaba rayos como los de un arcoiris. Zei Toniel ordenó que formaran y se preparó para una charla. Sin embargo, otro soldado llegó a decirle algo al oído y pidió que esperaran, antes de marcharse hacia el interior del edificio. 

 La estructura tenía tres torres, formando una muralla interna triangular. Para Ainelen era toda una novedad, pues las casas a las que estaba acostumbrada eran de unos dos metros de alto y con forma cilíndrica. Este edificio poseía el triple como mínimo, no había punto de comparación.

 Tampoco era como si no lo hubiese visto antes, pues desde lejos había echado vistazos al pasar por alguna calle cercana. También estaba el Consejo Provincial y la Iglesia de Oularis, cuyas construcciones se le acercaban. Pero sin dudas, La Legión poseía un verdadero castillo, la casa más monumental de todas. 

 De manera inesperada, un chico se le acercó sonriente. Era alto y robusto. Llevaba, como todos, ropa ligera para entrenamiento, la cual consistía en una casaca fina, una faja y pantalones anchos. En teoría, hombres y mujeres vestían igual. 

 Ainelen le devolvió la sonrisa. 

 —¿Hola? 

 —Oye, ¿en serio eres del clan Diou? —dijo el chico. Parecía divertido. 

 —Sí, pero ya no. Ahora soy Zei, como dijo el instructor. ¿De cuál venías...? 

 Fue cortada a media pregunta. El grupo de chicos que estaba detrás estalló en risas. 

La espina malditaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora