Capítulo 7: Sin escape

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Zei Kuyenray condujo a Ainelen hasta la torre número uno de La Legión, en el tercer piso

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Zei Kuyenray condujo a Ainelen hasta la torre número uno de La Legión, en el tercer piso. En ese lugar las paredes comprimían el espacio más que en los niveles inferiores, pues el diseño del edificio era más estrecho mientras más alto. Lucía descuidado, el olor a polvo se respiraba en cada rincón. Ocasionales candelabros asomaban colgados cada cierto intervalo. 

 El lugar era un poco terrorífico. Mejor dicho, bastante. 

 La Capitana, quien caminaba delante de Ainelen a ritmo veloz, se detuvo frente a una puerta de aspecto arcaico. Acto siguiente la abrió y un crujido resonó. 

 Zei Kuyenray señaló con el mentón para que la intimidada chica se metiera. Ainelen no tuvo más opción que obedecer y una vez dentro de la habitación, la mujer cerró. 

 —Toma asiento. 

 Por supuesto, Ainelen también le hizo caso. Se acomodó en uno de los dos sillones de cuero que había y comenzó a observar la habitación con minuciosidad. Estaba desolada, a excepción de los asientos, una mesa que los separaba y un cuadro de un ejército marchando. 

 Zei Kuyenray se dejó caer sobre el sillón restante, quedando frente a Ainelen. La primera se inclinó hacia delante y descansó su mentón sobre las manos que tenía cruzadas. 

 La estudiaba con la mirada. Primero a Ainelen, luego lo que transportaba, aquella especie de bastón que la joven había dejado sobre su regazo. 

 —Magnífico, ¿no? 

 —Eh... 

 —Esa maravilla que llevas es tan valiosa que ni te imaginas cuánto. No hay otra diamantina, ya sea espada, arco, lanza o escudo que se le iguale. 

Ainelen permaneció en silencio. No sabía qué decir, y, aunque lo hiciera, dudaba que su estado le permitiera expresarse correctamente. 

 —¿Sabes cuántos usuarios de diamantina curativa hay ahora mismo, aparte de ti? —Zei Kuyenray entrecerró sus ojos y su rostro pareció más punzante. Los instintos de Ainelen la advirtieron de que, si no respondía, algo malo podría suceder. 

 —¿Veinte y tantos? 

 La capitana no contestó, sino que se limitó a enseñarle su mano derecha extendida. Cinco, más el índice de su mano izquierda. 

 —¡¿Seis?! —Ainelen puso los ojos abiertos como platos. No podía ser. No podía haber tan pocos. Eso era imposible. 

 —Sí, solo seis. Gente como tú es extremadamente rara. Ahora, sabrás a lo que se dedican mis hombres y mujeres. Sin su trabajo los bosques serían lugares de pesadilla; las carreteras estarían infestadas de no-muertos; quizá la misma Alcardia y los otros pueblos no existirían. 

 Hubo un momento de silencio. 

 La rubia estaba con la vista hacia el suelo, pero en realidad era como si sus ojos estuvieran desenfocados. Después de un rato el brillo volvió a ellos y Zei Kuyenray los clavó en Ainelen. 

 Por Oularis, qué mujer más densa. Ella podría hacer que perdiera los estribos en cualquier momento. 

 —He supuesto que entiendes tu situación actual. 

 Claro que Ainelen lo hacía. Lo había sabido desde antes: si ella corriera con la suerte de que una diamantina la eligiera, La Legión pondría sus manos sobre ella sin preguntárselo. Pero... 

 ...no esperaba que las cosas resultaran tan mal. 

 ¿Una diamantina curativa? ¿Y más encima había tan pocos usuarios? 

 Este era el final de su libertad. Quizá si buscaba casamiento, Ainelen hubiera disfrutado, aunque fuese un poco de esa vida. 

 «Me espera la Fuerza de Exploración, eso significa que...». No quiso seguir imaginándoselo. 

 —Tienes miedo, ¿verdad? Querías ingresar a una división que no te pusiera en gran riesgo —una tenue sonrisa se dibujó en el rostro de la mujer, su cicatriz curvándose levemente. 

 Ainelen, para su propia sorpresa, reconoció lo anterior al asentir. 

 —Entiendo, pero hiciste un compromiso al ingresar a La Legión. Te has comprometido con tu pueblo, con aquel que vive oprimido por una bruja maldita. 

 ¡Por Oularis ella era tan directa! 

 —Piensa en esos niños inocentes y ajenos a lo que sucede fuera de las murallas. Piensa en todas las personas que dependen de nosotros —Zei Kuyenray se inclinó un poco más hacia delante, quedando muy cerca de Ainelen—. Piensa en tu familia. ¿Cuán real crees que es esa paz de la que has disfrutado hasta ahora?, ¿alguna vez te has cuestionado si tiene una fecha de expiración? 

 Ainelen quería que la charla acabara cuanto antes. No lo soportaba. Sentía que la capitana hacía añicos cualquier intento de oposición que hiciera, ya sea racional o irracional. No podía escapar de sus garras. Ainelen era muy pero que muy débil. 

 —Mira, yo, como capitana de la Fuerza de Exploración, ordenaré expresamente que seas asignada a un grupo experimentado y que no esté comprometido con misiones de máximo riesgo. Serás respetada, protegida y se te brindará todo lo necesario para tu bienestar. ¿Qué dices? 

 —Yo... —¿Qué podía argumentar?—. ¿No podré estar con amigos? 

 Zei Kuyenray resopló divertida, entonces se puso de pie. Fue hacia la única ventana que había en el cuarto. 

 —Las cosas no funcionan así, hija. Imagínate que asignáramos a una misión a un grupo compuesto únicamente por reclutas nuevos. Niños que jamás en su vida han peleado con monstruos que no sean perros —la mujer dejó salir un largo suspiro, como si lamentara lo que estaba diciendo—. Sería una matanza. Lo mejor que podría pasar es que murieran enteros.

 Ainelen apretó los puños. Ni siquiera podría estar con Holam, que era el único a quien conocía un poco. Aunque eso se remontara a un breve periodo de su niñez. 

 ¿Y si se oponía? 

 La cabeza de Ainelen comenzó a maquinar. 

 Si se negaba, tal vez la expulsaban de La Legión, y si eso pasaba, terminaría marcada como Nim. Pues era un delito, aunque de menor gravedad que asesinar, por lo que no habría ejecución. Pero si era Nim, el consejo de Alcardia la consideraría esclava y eso conduciría a que La Legión la reclamara para servirles, y qué mejor que con la diamantina curativa. 

 Era un maldito círculo. 

 No existía salida. 

 O quizá, la mataban allí mismo, sin que nadie se enterase. Ellos podrían encubrir el asunto y decir que se había escapado. 

 El cuerpo de Ainelen comenzó a temblar. Su médula espinal fue invadida por un escalofrío. 

 —Zei Ainelen, te necesito en mis filas —finalmente la capitana lo dijo de manera directa. Pero no era como si le rogara por ello, pues quien estaba en una posición desventajosa no era ella. 

 Zei Kuyenray se acercó y de su abrigo sacó una hoja que luego dejó sobre la mesa. Le siguió también un bolígrafo. Era una solicitud para unirse a una de las divisiones. 

 La joven estaba con la cabeza gacha y su vista desparramada sobre la superficie blanca del papel. Las letras que yacían grabadas no tenían importancia alguna. Ainelen estaba siendo acorralada; había una espada apuntándole hacia la garganta, hundiéndose en su piel, a punto de cortarla. 

 Con el rabillo del ojo, pudo ver que la mujer estaba sobre ella, viéndola sin siquiera pestañar. Su sombra pareció ampliarse en esa habitación.

 Y de repente, fue como si el brazo de Ainelen estuviera embrujado. Se movió hacia delante y tomó el bolígrafo entre sus dedos temblorosos. 

 Firmó.

La espina malditaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora