Capítulo 40: Estruendo

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Ainelen estaba tan consternada que recién cuando se hizo tarde, cerca de llegar al río Lanai, descubrió que sentía un dolor intenso en su hombro izquierdo

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Ainelen estaba tan consternada que recién cuando se hizo tarde, cerca de llegar al río Lanai, descubrió que sentía un dolor intenso en su hombro izquierdo. Era como oleadas, viniendo cada cierto intervalo de tiempo. Las punzadas mortíferas no perduraban demasiado, pero incluso siendo así, la hizo morderse el labio inferior en su intento por no mostrarse afligida ante el resto.

 Los chicos caminaban tímidamente a través de la hierba, repleta de gotas de las últimas lluvias. El olor del terreno y el pasto humedecido llegaban a las narices de manera inevitable, el aroma del invierno venidero. No importaba donde fueras, la resina se las arreglaba para hacerse sentir.

 El grupo era rodeado por Antoniel y el bastión Liandrus en delantera, mientras que Jiulel, el arquero, junto a Pratgon, el curandero, avanzaban cubriendo las espaldas. 

 El avance había sido en un principio siguiendo el sendero, sin embargo, Antoniel decidió que no era confiable seguir por ahí. Así que tomaron un desvío hacia el sur, evitando en lo posible el encuentro con los minotauros. ¿Qué tan terribles debían ser como para que un grupo de soldados experimentados los eludieran? 

 La muchacha tenía las muñecas irritadas por la cuerda que ataba sus manos a su espalda. Ainelen evitaba las miradas de los exploradores, soportando el asco inmenso que se removía en su interior. Odiaba a estos hombres y, mientras más tiempo transcurría junto a ellos, más sentía que su existencia se pudría. 

 Lo estaba soportando porque a su lado iban aquellos a los que se había aferrado en el último tiempo. Sus camaradas, sus amigos, su familia. 

 Antoniel y su grupo se habían llevado a uno. No lo olvidaría jamás. 

 El suelo tembló levemente, lo que hizo detenerse a los veteranos. 

 Hubo otro movimiento, un poco más fuerte. Luego se hizo constante. 

—Era un riesgo —Antoniel desenfundó su espada azul brillante, con sus compañeros replicándolo. 

 —¿Qué sucede ahora? —gruñó Danika, tambaleándose y cayendo de rodillas en el terreno. 

Espera, ¿la tierra se deformaba?, ¿los árboles estaban desgarrándose? Lo cierto fue que lo que ocurrió no dio tiempo para respuestas. Un crujido ensordecedor atravesó el aire, entonces todo se revolvió. Ainelen cayó rodando, su vista encontrando a Amatori golpeándose de cabeza contra unos matorrales. 

 Gritos. Gruñidos. No eran no-muertos. Eran los hombres, pero también hubo un ruido inhumano. Incluso parecía que no lo había hecho una criatura animal. 

 Ainelen logró estabilizarse luego de que el temblor menguara de intensidad. Vio frente a ella una montaña marrón que se elevaba unos quince metros, equiparándose con los árboles mientras adquiría ciertos rasgos humanoides. 

 Liandrus activó su escudo-diamantina. 

 —¡Hey!, ¡Quítense de mi camino! —les ordenó, viéndolos a través del rabillo del ojo. 

La espina malditaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora