Capítulo 41: Una delicada ilusión

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El sol rojo se hundió tímidamente tras el inmenso cordón que formaban las montañas Arabak

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El sol rojo se hundió tímidamente tras el inmenso cordón que formaban las montañas Arabak. La luz que bañaba la copa de los árboles se escurrió, dando paso a los colores oscuros. A esa hora en el Valle Nocturno el viento comenzó a soplar con fuerza, las ramas desnudas azotándose hacia atrás y hacia adelante. 

 Ainelen y Amatori subieron una cuesta a trompicones, entonces la joven sintió en su piel las primeras gotas de aquella llovizna venidera. Al levantar la cabeza, descubrió el colosal manto negro que viajaba hacia el sur. El cielo era una autentica pintura diseñada por el más talentoso artista que pudieras imaginar. En alguno que otro rinconcito encontrarías una pizca del opaco azul que todavía no era cubierto, mientras que las nubes eran una base grisácea, adornada por finas pinceladas de rojo, fucsia, púrpura y naranja. 

 Los jóvenes se detuvieron a descansar; fue breve, luego corrieron sobre las hojas secas que yacían regadas en el suelo rocoso. Estaban por todos lados, en colores punzantes, rojo y amarillo. El otoño se había encargado de su trabajo magníficamente. 

 El crujido bajo los botines de Ainelen y Amatori se detuvo cuando subieron otra cuesta. De hecho, el terreno continuaba elevándose a medida que viajaban hacia occidente. La grieta era una guía confiable en este tipo de ocasiones, aunque ya casi no era observable. 

 Llegaron hasta la entrada de una cueva que parecía haber sido puesta a propósito en ese lugar, contra un acantilado de mediana altura. 

 Amatori buscó la atención de Ainelen, quien negó con la cabeza. 

 Se oyeron voces a sus espaldas. 

 —Maldita sea —murmuró el bajito. 

 Solo alcanzaron a avanzar unos metros cuando una flecha se clavó en el tronco del árbol más cercano. 

 Ainelen soltó un gemido. 

 —¡La próxima no será de advertencia! —gritó Jiulel. 

 «No podemos escapar de ellos. Es inútil. Tal vez... si me quedo, Amatori pueda huir». 

 Los chicos se quedaron petrificados, viendo a los cuatro hombres de capas oscuras ascender la cuesta anterior. La llovizna comenzó a ganar intensidad, tornándose cada vez más una lluvia plena. Todavía quedaban unos pequeños rayos de sol en lo alto, enrojeciendo las gotas como una línea roja que cruzaba horizontalmente el bosque. Un arcoriris comenzó a dibujarse. 

 «Han dejado ir a Holam y Danika. Espero no estén teniendo problemas», pensó Ainelen, con esfuerzo por mantener su cordura. 

 Algo llamó la atención de la pareja. No, no fue Antoniel y sus hombres. Ainelen escudriñó sin mucho interés la figura que se hallaba parada en la entrada de la cueva, comenzando desde abajo: pies descalzos, pantorrillas y piernas anchas, parte baja envuelta en tela color crema. El torso desnudo y los brazos fuertes realzaban la musculatura de ese ser, pero más arriba de su cuello...

La espina malditaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora