Capítulo 67: Descubriendo el velo

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Holam tranquilizó su respiración

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Holam tranquilizó su respiración. Articuló movimientos con los dedos índice y anular, luego levantó la mirada. En la vanguardia, Ezazel, el joven hombre que conduciría al equipo beta, se hallaba estoico desde que habían tomado posición en un sector de la colina, a una distancia de menos de quinientos metros de la muralla. El bosque jugaba a su favor, ocultándolos de los vigilantes de las torres. 

 «Ya ha pasado rato desde que se fueron», pensó Holam. ¿Por qué Ainelen fue elegida para una tarea tan peligrosa? Eso le molestaba. También le molestaba que Amatori igualmente estuviera ahí. ¿Qué le incomodaba en realidad?

 No tenía una diamantina, a diferencia de esos dos. No era como si sintiera que lo dejaran atrás, aunque honestamente, sí que parecía vivir en un plano diferente. 

 «Me estoy volviendo cada vez más sentimental. No creo que eso me lleve a algo positivo». Se sacudió de esas ideas. Puso atención al lugar donde supuestamente el centinela daría la señal.

 De pronto hubo un destello. 

 Al instante, Holam cambió su atención hacia Ezazel. Vamos, que se moviera ahora mismo. 

 —¿Se han preguntado cuantos de nosotros moriremos hoy? —soltó el comandante entre risitas. Qué estupidez. Los soldados ya estaban bastante tensos como para recibir una broma de ese tipo, y más encima de su mismo líder—. Relájense, muchachos —continuó Ezazel, volteando la mirada hacia el ejército—. No creo que las cosas vayan a ir tan mal. Por lo menos no para nosotros. 

 La ira que crecía dentro de Holam le hizo querer reventarle la cara de un golpe. «Cálmate. Solo tiene un sentido del humor repugnante, nada más que eso». 

 Entonces la orden de avance fue dada. El comandante avanzó a toda velocidad, seguido por un ejército que dejó sus dudas de lado y se lanzó a la locura de la guerra. Era una carrera silenciosa, antinatural. Tal vez era lo que Ezazel quería infundirles. 

 Cuando la muralla se amplió delante de sus narices, los guardias parecieron tan lentos para dar la señal de invasión, que cuando sonaron las campanas, las primeras diamantinas ya se habían activado y destellaron contra la entrada. No se tardaron en cristalizar la roca y perforar lo suficiente como para abrir un pasadizo, a través del cual los cerca de noventa soldados de la Compañía de Liberación cruzaron con frenesí. 

 —¡Nos invaden, necesitamos refuerzos! —gritó un guardia desde la torre más cercana. Otros corrían de aquí para allá, con rostros desorientados dentro de sus cascos plateados. 

 —¡¿Quiénes son?! 

 —¡Hijos de puta! 

 —¡¿Qué hace el capitán?!, ¡¿por qué nadie nos alertó?! 

 Holam avanzó entre la turba de soldados, observando como un espectador de honor a sus camaradas embestir contra patrullas de hombres que eran rápidamente desarmados. 

La espina malditaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora