Capítulo 66: Carga silenciosa

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Ese día la grieta resquebrajó el cielo como nunca antes a Ainelen le pareció que lo hacía

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Ese día la grieta resquebrajó el cielo como nunca antes a Ainelen le pareció que lo hacía. La luz del venidero sol se expandió como un abanico en el horizonte, poco antes de que los primeros rayos colorearan de rojo las lejanas montañas Arabak. 

 En el cielo se hallaba la divinidad de Uolaris, pero no importaba cuan poderoso fuera, porque aquella fisura de luz era portadora de un mal que envestía la atmósfera que rodeaba Alcardia. ¿Sería el día en que por fin acabaría? 

 Ainelen entrecerró sus ojos, viendo la sombra del mundo huir hacia el oeste. La brisa matutina era fresca, en el aire fluía el olor de la madera y flores, como margaritas y robles. Sobre ellos pasaron tres brocamantas, flotando alegremente con sus colas puntiagudas y cuerpos de alfombra moteados en verde y azul. Qué nostalgia le traía. 

 Caminaba junto al equipo alfa delante del grueso de la compañía, el equipo beta, quienes, dirigidos por Leanir, marchaban en la retaguardia.

 El viaje transcurrió hasta pasado el mediodía. Se adentraron en la ruta que iba hacia la mina suroccidental, entonces ascendieron una pequeña colina y pararon al alcanzar la cima. Los líderes se separaron del ejército libertador para ir a charlar en privado. Por su parte, Ainelen abrió los ojos al contemplar con asombro la muralla circular que protegía el pueblo, a un kilómetro, más o menos. 

 Inspiró una larga bocanada de aire. 

 —Estoy de vuelta —murmuró con voz baja. Cerca suyo, Amatori se había quedado pensativo. Contemplaba Alcardia con una mano en su cintura. 

 Como la compañía estuvo un rato a la espera, no fue raro que los cuchicheos resonaran por cualquier lado. Claro, para todos debía ser emotivo regresar a la ciudad que los vio nacer. Ainelen no sería la única deseando reencontrarse con sus seres queridos. 

 Holam se acercó, luego, por alguna razón, también Aleygar seguida de otros chicos.

 En general, los soldados no llevaban yelmos, solo vestían armaduras de cuero endurecido para cubrir su tronco. Variaba un poco con los arqueros y curanderos; los primeros iban ataviados en prendas cortas y livianas, como Ludier, y los segundos lucían túnicas con capucha. Predominaba el azul y el negro a lo largo de todo el ejército. 

 —¡Ah, está más grande! —exclamó de pronto Nehuén, sus ojos a punto de salírsele de las cuencas oculares. 

 —¿Qué está más grande?, ¿hmm? —Aleygar ladeó la cabeza, poniendo una cara lasciva. 

 —La muralla, por supuesto. ¿A qué pensaste que me refería? 

 —Pues... quién sabe.

 Ajeno al sentimiento de los demás, Lincoyán se echó a la boca un trozo de pan que guardaba cuidadosamente. Supremo Uolaris, nadie se lo iba a quitar, así que no era necesario que les gruñera como perro enojado. 

La espina malditaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora