Capítulo 26

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Desperté al amanecer, como era usual en los miércoles. Pese a ser un nuevo día, continuaba sintiendo emoción por la noche anterior. ¿Era posible morir de ilusión? Porque, de lo contrario, era probable que explotara hoy.

Retiré las colchas de encima de mi cuerpo y me puse en marcha. Repetir la rutina de los miércoles era algo que me permitía por el mero hecho de aprovechar lo máximo posible el día, dado que en este día no trabajaba ni acudía a la universidad. Y, sobre todo en esta parte del mismo, porque funcionaba como un disparador.

Subí a la azotea tras vestirme con un abrigo, aún en pantuflas, sin inconvenientes. Cuando el ascensor me dio paso a la terraza, el cielo ya se estaba tiñendo de un bello color naranja; que pronto se transformaría en celeste. Me acerqué hasta el borde y coloqué mis brazos sobre el mismo, admirando la belleza de una ciudad que comenzaba a despertar.

Era una ciudad grande, principalmente universitaria. Todos los comercios e instituciones estaban orientados hacia aquel segmento de la sociedad, dada la cercanía con la facultad. Desde aquella perspectiva podía visualizar el horizonte, plagado de altos edificios que representaban tanto compañías como hogares. Recorrí con la mirada las calles principales, me dediqué a visualizar los pocos vehículos que iniciaban sus trayectos, y le brindé mi atención a las persianas que comenzaban a subir. El sol se asomaba por el Este, profesando la promesa de un nuevo día, nuevas vivencias, nuevos recuerdos para el mañana. Con cada minuto que transcurría, alguien despertaba, alguien nacía, alguien recordaba la noche anterior con entusiasmo. Por lo menos, ese alguien era yo.

Inspiré profundamente el oxígeno. El cielo ya se estaba tornando rosado, comenzando su transición hacia el azul claro. Allí, en la azotea, con aquel amanecer, la vida parecía brindar nuevas oportunidades. Y se asemejaba a un simbolismo efectivo, dadas las circunstancias de mis propias experiencias recientes.

Me quedé allí por varios minutos, aunque en mi mente parecieron horas. No tenía ánimos para darle la espalda a aquella vista, yo misma me ofendería de hacerlo. Sentí el calor del sol en los poros de mi rostro, y cerré los ojos. La ilusión y esperanza bullían en mi interior; y sólo entonces, con el sol besándome los párpados, sentí que, con un amanecer como aquel, el día no podría ser tan malo. Y mucho menos, la vida.



Por la tarde, después de haber realizado la rutina de entrenamiento, sostenía varios lápices de colores cálidos en una mano mientras estudiaba el lienzo blanco frente a mí. El amanecer de este día me había inspirado mucho más de lo pretendido, y aún no podía quitarme de la mente la idea de esperanza que había hecho efecto en mí tras ver al cielo cambiar de colores.

Por lo que fue aquello lo que comencé a dibujar. Un amanecer de colores anaranjados, rojizos, rosados. Una azotea del color del cemento en contraste a la transición de una gama de los colores del fuego. Los trazos surgieron por sí mismos, nacieron de mis dedos de forma frenética. Utilicé los bordes de mis manos para realizar detalles con las sombras, las luces. Nada podía detenerme, estaba sedienta del resultado. Por la habitación resonaban las notas de Suite para Violonchelo Número Uno en G Mayor, de Bach, pero apenas podía concentrarme en ellas dado el frenesí de mis dedos sobre el papel que comenzaba a tomar color. Los lápices de colores parecían incluso fusionarse con éste último de una forma desesperada, urgente, vital.

Suponía que así funcionaba la inspiración: era un ataque violento al comienzo, hasta que cedías ante ella y los miembros de tu cuerpo se transformaban en instrumentos artísticos a su merced hasta que evocara todo de tu interior. El corazón y la mente jugaban a su propio juego al mismo tiempo, por lo que el resultado rara vez continuaba siendo lo que la inspiración por sí misma había propuesto en el inicio. Pero suponía también que eso formaba parte de la experiencia.

Lo que sangra el corazónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora