Capítulo 50

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No había dormido la noche del domingo. Cerrar los ojos para conciliar el sueño me parecía una atrocidad, porque aún era capaz de ver tras mis párpados la expresión agonizante de Kaiden al marcharse de mi apartamento. Ni siquiera me había permitido expresarle cuáles eran mis deseos en aquel momento, la forma en que se había dirigido a mí me había petrificado en mi sitio; y para cuando pude recuperar la motricidad e ir tras él, se había esfumado en el aire.

Pero aquello no me preocupaba, porque planeaba enfrentarle el día siguiente. El lunes por la mañana no acudí a la facultad por el mero hecho de que tenía a una niña de ocho años a mi lado, de modo que decidí levantarme a eso de las once. También hice que Cass despertara al mismo horario, ofreciéndole a cambio un trozo de tarta de chocolate como desayuno. Inmediatamente aceptó la propuesta, sin hacer ningún berrinche.

De manera que ahora tenía a Cassie sentada en el sofá de la sala de estar, todavía vistiendo su pijama de plátanos, mientras devoraba eufórica el pedazo de tarta. Su cabello rubio le caía alrededor de su rostro aniñado de una forma extravagante dado que había denegado mi petición de que se peinase.

—Me gusta así —repuso ella cuando le increpé al respecto.

Mi única respuesta fue poner los ojos en blanco. No obstante, no le presioné. ¿De qué serviría, si en cuanto mi madre volviera a tenerle bajo su ala le trenzaría el pelo de todas formas? Por lo que le brindé una sonrisa y le revolví el cabello intencionalmente. Ella chilló, riendo.

También preparé mi propio desayuno, y cuando me senté junto a mi hermana en el sofá sosteniendo una taza de té de durazno caliente, ella me miró.

—Me divertí mucho, Thea —confesó.

Mi sonrisa se expandió aún más.

—Me alegro, Cass.

—Kaiden me gusta —puntualizó—. ¿Es tu novio?

Abrí la boca ante la sorpresa que me generó el cuestionamiento directo. Sin embargo, no solté ninguna grosería como hubiera hecho en otras ocasiones; semanas atrás. Y aquello no respondía precisamente al motivo de que hubiese menores de edad presentes en la habitación.

—No —afirmé, firme—, no lo es.

—Pero, ¿quieres que lo sea?

—¿A qué viene el interrogatorio? —inquirí, esquivando la pregunta.

Ella simplemente se encogió de hombros.

—Se ven lindos juntos.

Enarqué una ceja.

—No porque unas personas se vean bien juntas significa que deban ser pareja, Cass —instruí—. Hay muchas cosas más en juego.

—¿Cómo qué?

Hice una mueca. ¿Cómo podía ponerlo en palabras correctas para que ella lo comprendiese? No podía simplemente decirle que era un idiota presumido y arrogante... Un idiota presumido y arrogante que besaba demasiado bien.

—Es complicado —musité en su lugar.

—¿Tan complicado como las matemáticas?

—Sí —asentí—, quizás más.

—Oh. Pues entonces no quiero tener pareja nunca.

Solté una risa. Volví a revolverle el pelo, pero ella se removió fácilmente. Dejé caer mi brazo mientras le veía engullir otro trozo de tarta de chocolate. Cuando lo tragó, volvió a hablar:

—Pero, ¿no se supone que el amor debería ser algo bonito?

—Así debería ser —confirmé—, pero es un concepto que parte de los cuentos de hadas. Y los cuentos de hadas son eso mismo: cuentos. Historias que no son reales.

—Pero el amor es real.

—Sí, pero no es tan sencillo como lo pintan. No todo se soluciona con un beso de amor de verdad.

—¿Lo has intentado? —preguntó mi hermana.

Fruncí el ceño.

—¿Qué cosa, Cass?

—Arreglarlo con un beso de amor verdadero. Es la cura para todo.

—Es la cura para todo en los cuentos de hadas —corregí, intentando que comprendiese que vivir entre historias no era vivir en el mundo real—. Difícilmente se considera una solución eficiente fuera de la ficción. Pero sí, lo he intentado. No funciona como debería.

Ella hizo una mueca.

—Pues quizás no lo estabas intentando realmente —propuso ella—. O no es tu amor de verdad, aunque no me creo eso.

Le miré, con el entrecejo fruncido.

—¿Qué quieres decir?

Ella se encogió de hombros nuevamente.

—Te mira como si tú fueras la princesa, su princesa —replicó—. Yo quería su atención pero tú me ganaste.

—¿Qué? ¿De qué hablas, Cassie?

Mi hermana suspiró.

—Kaiden parece como un príncipe azul de un cuento, tiene ojos bonitos —caviló ella— y un pelo digno de un príncipe de un reino. Y algo sucedía cuando te miraba, Thea. Era como si fueras la princesa que dormía bajo un hechizo que sólo podía romperse con un beso, un beso de amor verdadero. Supongo que aquello me hace a mí la hada madrina —bromeó.

—¿Y tú cómo sabes que me miraba así?

La mirada que me brindó Cass le hizo cinco años más madura. Ella subió ambas cejas, como si le considerara estúpida.

—Leo muchos cuentos, Thea. Sé cómo se comportan los príncipes azules.

—Los cuentos no son...

—¿A qué hora viene mamá? —indagó entonces ella, irrumpiéndome y cambiando el tema, evitando que volviera a soltarle otra lección.

No desvié mi mirada de mi hermana menor, aún consternada por lo que había insinuado. ¿Era Kaiden un príncipe azul, el mío particularmente? Ni de lejos, pero no podía negar el hecho de que cuando le besaba sentía que me encontraba flotando; por no mencionar lo que había ocurrido cuando me había tocado al haber estado piel contra piel.

Entonces, si debía considerar lo que había propuesto mi hermana pequeña, debía cederle aquello. Tomando de referencia a las historias infantiles, era verdad que las princesas solían despertar mediante el beso de su verdadero amor. Si bien yo no me encontraba bajo ninguna clase de hechizo durmiente ni me habían envenenado con una manzana, Kaiden sí había despertado algo dentro de mí la primera vez que me besó. Cada vez que me besaba, cada vez que me tocaba, aquello despierto se sacudía dentro de mí con violencia. Era un arrebato de salvajismo incontrolable, un impulso instintivo de supervivencia que sólo sobrevivía cada vez que su cuerpo rozaba el mío desde cualquier ángulo. Las consecuencias de aquella ferocidad residían en que la parte prudente de mi cerebro se apagaba temporalmente, inhibiéndome de cualquier razonamiento coherente; mientras que lo visceral tomaba dominio completo de mis prioridades. Y aquello último no se sentía mal, sino todo lo contrario.

Inspiré profundo, intentando organizar mis propios pensamientos. Era todo tan complicado... Y a la vez tan sencillo.

Cass aún aguardaba por una respuesta de mi parte. Había finalizado la tarta, y ahora tenía sus rodillas rodeadas por sus bracitos sobre el sofá.

—Por la tarde —contesté, en voz baja—. Será mejor que te vistas.

Ella sonrió, y asintió mientras se ponía de pie. Sólo entonces, se marchó a mi dormitorio para cambiarse. Su rostro me había revelado un semblante de satisfacción, y yo sabía que ella no era tonta: se había percatado de que había reflexionado en profundidad sobre sus palabras. Y también era consciente de que tuvo razón en todo momento. Apreté los dientes.

De modo tal que, en defensa propia, aullé con autoridad:

—¡No olvides lavarte los dientes! ¡Sé que no lo haces con la frecuencia que deberías!

Su respuesta radicó en una risa escandalosa desde mi habitación, y nada más.

Lo que sangra el corazónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora