Capítulo 60

18 4 0
                                    

Me monté en el coche de Isaac sin perder tiempo. Apenas estuve dentro del vehículo, él comenzó a conducir.

—Sigo creyendo que no es la mejor idea, ni el mejor plan —apuntó él, mientras nos trasladaba a Lydia y a mí por las calles transitadas.

—Sin objeciones —espetó mi mejor amiga—. No hubo tiempo para crear uno mejor.

Isaac soltó un bufido, pero no dijo nada más acerca del tema.

En el asiento trasero de su coche, me frotaba las manos contra mis vaqueros. Me sudaban las palmas de una forma asquerosa, revelando la cantidad de nervios que estaba a punto de perder. En cualquier momento comenzaría a temblar.

Los últimos quince minutos fueron un caos. Desde que me había percatado de cuál era mi nueva motivación y mis verdaderos deseos tras haber buscado una respuesta en el arte, había llamado a Lydia de inmediato.

—Estoy lista para ir en su búsqueda —fue lo único que había dicho, en un susurro apenas audible.

—Llego con Isaac en cinco minutos —había contestado ella, dando por finalizada la conversación.

Y así lo hizo. Asumo que cumplió su palabra a la perfección tras instar a Isaac que condujera más rápido, porque no existía manera en que hubieran acortado la distancia que dividía su localización de la mía sin saltarse algunos semáforos.

De todos modos, agradecía que ambos estuvieran presentes. No tenía sentido esconderle la situación a Isaac a estas alturas, dado que prácticamente siempre lo había sabido. Kaiden debería haberle dicho algo, o al menos insinuárselo con determinados comentarios en las circunstancias adecuadas. No era tan tonta o ingenua como para creer que no fuera así.

Por lo que Lydia había tomado el control de la situación y había hecho que Isaac nos dirigiera al nuevo hogar de Kaiden. Porque, evidentemente, la relación entre ambos era mucho más intrínseca de lo que había creído. Con cada segundo que pasaba me percataba de ello y continuaba sorprendiéndome. ¿Hasta qué punto eran amigos? ¿Y cómo sucedió aquello realmente?

Tomé una inhalación de oxígeno, aunque sentía que las paredes del automóvil se estaban cerrando sobre mí.

—¿Cuánto queda? —inquirió Lydia.

—Diez minutos, creo —le contestó Isaac, con sus manos sobre el volante.

—Acórtalos —pidió ella.

—¿Qué?

—Has que sean menos.

—No puedo ir a cien kilómetros por hora en la calle, Lydia.

—Inténtalo. Thea debe llegar ahora. Temo que, si no lo hace, le dé un ataque de pánico. O peor: temo que se arrepienta y quiera volver a casa.

Hubo varias cosas que me sorprendieron en aquella afirmación, entre ellas: que considerara que lo peor que podría ocurrir fuera que tuviera remordimientos y no lograse llegar al final del camino; y lo segundo, que hablase como si no estuviera presente.

Solté un gruñido ante aquello. Ella hizo caso omiso.

Isaac, un momento luego, suspiró:

—Si atropello a alguien, o me llega una multa, te haré responsable a ti —y oprimió el acelerador con fuerza.

Me aferré al asiento, y cerré los ojos. Estaba destrozando mi labio inferior de tanto mordisquearlo con brutalidad, por no mencionar la calidad de mis uñas masticadas de la ansiedad. Sentía una presión en el estómago que ascendía hasta el pecho, con la adrenalina fluyendo por mis venas como si se tratase de gasolina encendida.

Lo que sangra el corazónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora