Los apellidos McCann y Rousseau no combinaban. Nunca lo hicieron. Al igual que Capuleto y Montesco.
Él no tenía en sus planes compartir asiento con la persona a quien más le temía y tenía ordenes estrictas de alejarse. Ella, por otro lado, era de e...
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FERN
Detención era el infierno. Y la señora Fergus era el puto diablo, pero con vestido y cara de loca.
Cada tarde nos ponía a hacer las cosas que se suponía ella debería hacer. Y se dedicaba a observarnos o a ponerse a cantar canciones de musicales sobre el escenario mientras nosotros nos moríamos de calor en bastidores. Estaba harta de escuchar Mamma mía tantas veces en una semana.
A veces me preguntaba por qué me seguía inscribiendo al taller de teatro. La señora Fergus y yo teníamos una extraña relación amor-odio. Aunque, bueno, yo tenía esa relación con muchas cosas y personas.
Decía que yo tenía una extraña gracia para actuar y que estaría tonta si no me tuviera en su equipo. Su equipo era solo ella. El club de teatro no era muy popular entre los alumnos. Todos preferían los deportes o talleres en lo que no tuvieran que esforzarse demasiado, y la señorita Fergus era una loca de la extravagancia. Creo que se llevaría de maravilla con Alaia.
Llevaba apenas unas semanas sentándose en mi mesa y sentía que ya me estaba acostumbrando a su presencia, por más que intentara negarlo. A veces creía que más que yo, era ella quien necesitaba tener una compañía a la cual contarle sus hazañas persiguiendo patos o divertirse intentado leer mi futuro en los restos del jugo de alfalfa.
Era extraña, no iba a negarlo, pero, si no la quería cerca yo, entonces, ¿quién más lo haría? No quería dejarla sola y que de pronto todos volvieran a tomarse la libertad de meterse con ella solo porque sí. Porque creían que estaba loca. Lo estaba, pero de una buena manera.
Mientras tanto... Flanagan no había vuelto a sentarse en la mesa de nuevo. Mis estúpidos ojos lo habían seguido todo el tiempo hasta la mesa junto a la pared, acompañado de su rubia y despeinada amiga mandona. Pero me veía obligada a apartarlos cuando la chica se encontraba con mis ojos y se acercaba más a Flanagan, como si eso fuese a servir de algo.
Y a pesar de lo mucho que se revolvían mis tripas del coraje, me obligaba a no decir nada. No tenía el derecho. Él y yo no éramos nada.
—Carajo —farfullé con molestia al ver que ningún auto conocido estaba esperándome en la entrada.
—¿Qué sucede? —preguntó Flanagan a mi lado.
Usualmente no hablábamos mucho en detención, cuando lo hacíamos solo conseguíamos regaños por parte de la profesora, y al salir, disfrutábamos del mismo silencio mientras caminábamos por el largo pasillo hacia la salida.
—Nada...
Saqué el celular de mi bolsillo izquierdo y marqué el número de papá, deteniéndome en la salida del edificio, observando fijamente la reja de salida, por si se le había hecho tarde y de pronto llegaba en su auto por mí. Flanagan se detuvo a mi lado.
Nadie contestó.
Probé de nuevo, y nada. No atendía.
Me guardé el aparato de mala gana en el bolsillo e intenté respirar. Estaba molesta, de nuevo. Me preguntaba si no podía estar más de un día sin enojarme con nadie. Cerré los ojos con fuerza.