T R E I N T A

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FERN

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FERN

Había demasiados contras en estar atrapada dentro de casa, pero a mí solo me importaban dos: que me dolía el culo por estar sentada todo el día y que tenía que pasar demasiado tiempo en familia.

La primavera volaba, llevándose consigo los días, las horas y los minutos. Si algo no se podía parar, ese seguro era el tiempo, y para mi suerte yo no quería que lo hiciera.

Había marcado la graduación en el calendario con una gran tacha roja y también la fecha para aplicar a la Universidad. Esfuerzo era lo que me definía esas últimas semanas. El director Weasley le pidió a todos los profesores que me mandaran videos con la explicación de los temas de cada clase, y yo me dedicaba a verlos como una maniática en la habitación al frente de la mía.

Esa habitación se había convertido en el refugio de mi vida. Y quizás estaba mal de mi parte, pero mamá no se atrevía a gritarme estando ahí adentro, aunque seguía viéndome con resentimiento, creyendo que iba a cerrar la puerta de nuevo.

Averiguar qué carajos fue lo que pasó con mi hermana se convirtió en la menor de mis prioridades, pero no lo olvidaba. Lo que mamá me había dicho seguía estando en mi cabeza.

Por su culpa tu hermana murió...

Le había dado vueltas a aquello las primeras veces, pero con el tiempo lo dejé estar. No la había conocido, ni siquiera Zach, pues había fallecido aún estando en el vientre de mamá, pero fuimos criados sabiendo que teníamos una hermana, yo dos, aunque en esos momentos, Amy para mí no existía.

El pasado era pasado, y no me necesitaba, en cambio, mi futuro... ese pesaba toneladas y estaba pendiendo de un puto hilo.

Dos golpes sonaron en la puerta abierta de mi habitación y levanté la cabeza con rapidez.

—Tienes visitas —avisó mamá de manera monótona, como había estado haciendo cada día.

Chasqueé la lengua cuando vi la cabellera despeinada y oscura de una persona regordeta y demasiado pequeña asomarse por el umbral.

—Llegas tarde —solté.

—Te traje chicle —sonrió Alaia aún desde la puerta.

Dejé los lápices sobre el colchón y me dejé caer en él, palmeando el lugar a mi lado, invitándola a sentarse o lo que quisiera.

—Bueno, te perdono.

Caminó, de esa manera tan extraña que tenía de hacerlo, dando saltitos y demasiado rápido, hasta llegar justo a mí. Apenas tuve tiempo de moverme para que los lápices tirados sobre las mantas regadas no se me encajaran en la espalda cuando la chica se caer sobre mí y me abrazó.

—Ya lo sabe —murmuró.

—¿Qué?

—¡Oh, te extrañé tanto!

¿Y si somos Romeo y Julieta? ✔️ [Completa]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora