Los apellidos McCann y Rousseau no combinaban. Nunca lo hicieron. Al igual que Capuleto y Montesco.
Él no tenía en sus planes compartir asiento con la persona a quien más le temía y tenía ordenes estrictas de alejarse. Ella, por otro lado, era de e...
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FERN
Extraordinario y apabullante eran dos de los adjetivos con los cuales Zach, mi hermano mayor, se identificaba a menudo. A mí me gustaba más llamarlo extravagante y hablador.
Con una personalidad tan enorme como el mismísimo cielo, a Zach nunca le costaba llamar la atención, lo quisiera o no. Era su destino, solía decir él. Estaba hecho para brillar, o al menos eso era lo que mamá le decía cuando éramos niños, y aunque nos lo decía a todos, Zach se lo había tomado demasiado en serio.
Lo que más me gustaba de él era que no necesitaba convencerlo para acompañarme a hacer cualquier cosa que nos decían explícitamente que no hiciéramos, pues cuando yo estaba pensando en desobedecer, él ya iba arrastrándome a ello. Era el compañero perfecto para un crimen. Y también lo admiraba, por haber tenido las agallas de dejarnos y marcharse a California a una universidad de diseño.
Pero no todo era perfecto, pues Zach nunca podía mantener las narices fuera de los asuntos de los demás. Por eso, al verlo con una sonrisa triunfante, señalándome con un dedo, acusador, tuve ganas de meterle la cabeza al inodoro.
—¡Así te quería agarrar, Fern Rousseau!
Me detuve abruptamente. La conmoción me pegó durante unos segundos, unos en los que se produjo un silencio que no llevaría a nada bueno.
—¿¡Cómo que Rousseau!? —soltó el cara de charco detrás de todos.
—¿Qué putas haces aquí, Zach? —ignoré por completo al hermano de Flanagan y me puse las manos en la cintura.
Seguro y el rubio ya estaba hiperventilando.
—Te seguí.
—Ya sé eso, imbécil de mierda. ¿Por qué?
Mi hermano adoptó una posé despreocupada. En su expresión se notaba que estaba preparándose para contar una gran anécdota. Sus cejas se levantaron y sus ojos me vieron desde arriba. Unos cuantos rizos castaños cayeron sobre su frente cuando ladeó la cabeza.
—Vi cómo tu padre te dejaba fuera de casa ayer por la noche y decidí seguirte cuando vi que te escabullías con una sudadera que no es tuya. —Le lanzó una mirada a la prenda que llevaba puesta, levantó un dedo y elevó la barbilla, soberbio—. Lo cual, por cierto, me pareció una mierda de tu parte. —Se puso las manos en la cintura y arrugó las cejas—. ¿Cómo no vas a llegar primero a saludar a tu hermano favorito, fea de mierda?
—Vi tu estúpida cara en navidad y fue suficiente para no querer verla más.
—Me envidias, eso es lo que pasa.
—Y una mierda.
Sonrió, como si le diera orgullo, entonces un cuerpo se interpuso entre nosotros. El rubio mayor recorrió a mi hermano con los ojos de arriba para abajo, lo cual él no pasó desapercibido, pues al contrario de lo que yo haría, atestarle un zape, mi hermano posó con una sonrisa.