V E I N T I T R E S

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FLANAGAN

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FLANAGAN

—Despierta, tenemos clases.

Una Ferny recostada boca abajo en la cama, con la espalada desnuda cubierta hasta la mitad con las mantas y el cabello suelto regado por todo el colchón soltó un quejido. Enterró la cara en la almohada y siguió durmiendo.

Las vacaciones de invierno se me habían pasado como una eternidad. La casa de la abuela, la madre de mi padre, era silenciosa y con olor a pan de ajonjolí todo el día. El hecho de que papá no estuviera casi nunca no ayudaba, pues mamá y la abuela no se llevaban para nada bien, pero ambas intentaban disimularlo lo mejor que podían. Mi hermano era quien parecía morir de aburrimiento, pues en las montañas de Oregon la señal estaba por los suelos. No le quedó de otra más que pasar las tardes tras de mi en el rio congelado en el bosque.

La abuela vivía en las orillas de Santa Mónica, en uno de los sitios más altos del pueblo, donde el frío hacía llorar a mamá y a mi hermano maldecir porque tenía siempre ganas de hacer pis. La abuela, por otro lado, era un ser silencioso que se limitaba a contestar siempre con monosílabos y sentarse a tejer calcetines frente al fuego. Hall le había dicho un día que yo estaba detrás de una chica misteriosa, razón por la cual mi madre se puso modo alerta y en el rostro de la abuela se genero una sonrisa tenue pero pícara.

Ahora Ferny llevaba puestos unos calcetines rojos con lunares amarillos que mi abuela había tejido para ella. Su rostro era travieso al ponérselos, moviendo la cabeza de un lado a otro, sentada sobre la cama en mi habitación el día anterior, cuando ella había regresado de Italia.

No quiso hablar mucho sobre su viaje, pero supongo que tuvo mucho que ver con Amy. Seguían muy molestas la una con la otra, y no creía que eso fuera a terminar pronto.

Me acerqué a la cama y le pasé una mano por la pálida piel de su espalda, moviéndola con suavidad.

—Es el primer día de clases, Ferny, despierta, no podemos llegar tarde —susurré—. Vístete o puede entrar alguien, están todos en casa a esta hora.

Pude ver cómo se estremecía debajo de las mantas tras mi toque.

No pude evitar sonreír.

—No quiero. Vete tú primero —rogó con la voz ahogada.

—¿Te espero abajo?

Asintió de manera lenta.

—De acuerdo —acepté, pues no quería que se despertara de mal humor.

Me dispuse a ponerme de pie, más su mano enrollada en mi muñeca me lo impidió. Me giré de nuevo en su dirección. Seguía con los ojos cerrados, pero había volteado la cara hacia mí.

—¿No me vas a dar los buenos días? —preguntó.

—Claro.

Le quité el cabello de la cara, me agaché y le lamí una mejilla. Su mano me apartó la cara inmediatamente.

¿Y si somos Romeo y Julieta? ✔️ [Completa]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora