Todavía no era de noche, pero ví y sentí una bruma que muy pocos tienen la posibilidad de ver y sentir. La gente tiene un enorme rechazo por las brumas, un rechazo que como todos los rechazos terminan siempre en ceguera. Miraba Callao desde La Academia, un escenario inmenso, a mí me parecía inmenso con sus jugadores de billar y de dados que le daba el clima de un mundo cerrado que solo podían habitar los desolados. Y yo estaba algo desolado en Buenos Aires. La Academia era un refugio y un descanso de mi lucha cotidiana y despiadada con los que se movían en el libro. Tenía que tener la habilidad de un eximio torero para que en su ataque feroz no terminase como terminó algún torero, con los cuernos clavados en el abdomen. Era el 2 de abril de 1982 y todavía tenía un mes en Buenos Aires. La bruma me catapultó en recuerdos, la época de Onganía cuando era corredor de libros de algunas distribuidoras, hasta que me llegó el ofrecimiento de un amigo que estaba en Barcelona para ir a trabajar para una recién inaugurada editorial, y después rápidamente fundida editorial, que dirigía un francés, un tal Pierre Moulin. Era la oportunidad de huir del gobierno militar. Pierre Moulin comprendió que una cosa era ser un obsesivo lector y muy otra un comerciante de libros, y después de acumular deudas impagables, regresó a su mal pago pero seguro trabajo de profesor de filosofía. Resultado de esta aventura me quedé sin trabajo pero con un gran amigo, Pierre Moulin.
Dejé los recuerdos y volví a Buenos Aires, este 2 de abril de 1982, cuando la Argentina había estallado. Un grupo de marinos había desembarcado en las Malvinas y la pequeña guarnición inglesa decidió rendirse. A través de los ventanales de La Academia una multitud desprolija, con cantos y consignas amenazantes y triunfalistas, supongo que venían desde el Congreso, avanzaba por Callao, doblando por Corrientes, con destino al Obelisco.
Regresé a los recuerdos, con Pierre Moulin establecí una estrecha amistad intelectual y afectiva. Cuando yo viajaba a Paris o él a Barcelona pasábamos infatigables horas discutiendo o a veces coincidiendo sobre el destino de la civilización. Poco después de la quiebra de la alocada empresa editorial, me vinculé con importadores y exportadores de libros y ahí sigo. Con Pierre nos encontramos con que después de la euforia de los ’60, los ’70 venían lanzando misiles de desesperación, destrucción y desconsuelo. Videla y Pinochet estaban demoliendo los restos de la Razón Iluminista que aún sobrevivía. A mediados del ’76 me conecté en Paris con un grupo de exiliados argentinos. “Solo les queda la nostalgia”, filosofó Pierre y trató de darme ánimo invitándome a una conferencia que daba Michel Foucault en el Colegio de Francia. Pierre admiraba a Foucault, era un pensador que se había metido en lo hasta entonces impensado. Yo creía que nadie podía revelar lo impensado, todo era una continuidad con ropajes diferentes. Pierre enloquecía cuado le planteaba la cuestión de la filosofía de ese modo. Terminaba callándome la boca, yo era un aficionado lector de contratapas y él todo un profesional del pensamiento. No quería que esta disputa sobre la originalidad de Foucault lastimase nuestra amistad. Foucault hablaba de la contrahistoria, el modelo de la guerra para pensar la historia. El acontecimiento inaugural de las sociedades, el punto cero de la historia es la invasión. Esta historia tiene que ver con los choques y batallas entre etnias, conquistadores normandos contra sajones, galorromanos contra germanos. Todo esto decía Foucault. Esta era la razón por la que la contrahistoria embiste contra la concepción filosófica jurídica de contrato. El problema no es la soberanía, la obediencia y los límites a fijar sobre el derecho a ejercer el poder, de lo que se trata es de la usurpación como poder. La historia según Foucault no se coloca ni en el centro ni en el afuera de los conflictos, la verdad se da en el hecho de ser parte del conflicto. El relato histórico es parte de la historia no su descripción, es un intensificador y operador del poder. La función de la memoria histórica no es otra que la de sostener un discurso de poder, con el esplendor revivido de legendarias crónicas, elegías y epitafios, rituales y funerales, consagraciones y ceremonias. Todo esto me venía a la memoria de Foucault y recién ahora, en La Academia, este 2 de abril de 1982 creo que lo estoy entendiendo. Aquí están las formas en que se relacionan el derecho, el poder y la verdad. La contrahistoria que presenta Foucault muestra el modo en que las relaciones de poder activan las reglas del derecho mediante la producción de discursos de verdad.
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El submarino navega en la última noche de la historia
Historical FictionRafael conoce al Señor Garar el 2 de abril de 1982 en el bar de la Academia, en Buenos Aires. El Señor Garar se convertirá en su guía espiritual. Horas después, en la plaza Rodriguez Peña, descubre a Balthazar, con quién tiene varios encuentros. Bal...