Juan –como un soldado novato ante un oficial que inspecciona la prolijidad de su uniforme– permanece serio y en posición marcial. El oficial es una figura que sirve para explicar la posición de Juan porque no existe tal oficial. Juan está solo mirando su imagen en el espejo. La mira divertido. Rompe la postura marcial y arroja una carcajada que cualquiera podría confundir con una carcajada demohumana.
A pesar de estar solo, habla en voz alta.
“Si yo miro mi imagen, mi imagen me mira.
Si yo me muevo, mi imagen se mueve.
Necesariamente mi imagen reproduce todo lo que hago.
¿Quién inventó el juego con la imagen? ¿El comandante, o venía de antes?
Este juego desmiente la teoría de algunos demonólogos que sostienen que los demonios no nos reflejamos en los espejos.
Los que no se reflejan son los vampiros como Drácula, que es una especie muy particular de demonio, el resto, en ese sentido, no nos diferenciamos de los demohumanos”.
Juan comprueba en su imagen que las botas están brillantes, el uniforme de mariscal, impecable. La barba recortada y el cabello peinado a la gomina acaba de ser objeto del más afamado peluquero de Athón.
Juan sonríe satisfecho y la imagen le devuelve la visión de la dentadura perfecta, de un blanco níveo. En esta imagen Juan representa entre cuarenta y cinco y cincuenta años muy bien llevados.
Cumplida la inspección de su imagen, Juan gira golpenado los talones y observa la impresionante puerta de la habitación, delicadamente decorada con ribetes dorados y plateados que armonizan con su color gris pálido.
“El comandante sabía vivir, de eso no me caben dudas. El mínimo detalle de la puerta lo revela. ¿Por qué abandonó las delicias de este mundo para encarnar en las miserias del Athón demohumano? ¿El comandante quería repetir en el siglo veinte la epopeya del Cristo encarnado y crucificado?”. Era una posibilidad pero nunca habían hablado de esa posibilidad. ¿Envidiaba el comandante a ese enviado del Enemigo y lo quería imitar?
Juan –su visión de demonio atraviesa la puerta– mira la escalera con la alfombra roja que desciende hasta la coqueta recepción del palacio del comandante. Hace unas pocas horas que ocupa ese palacio desde que el siglo diecinueve se transformó en el veinte. En ese instante se abrazaron emocionados e inmediatamente después el comandante se zambulló –zambullirse es la palabra porque parecía un experto nadador– en la gigantesca boca negra del veinte para ir en busca de su tan ansiada encarnación.
Al cruzar la salida del palacio un guardia lo saluda con toda la pompa militar. Da unos pasos y el cochero le abre la puerta del carruaje imperial que lo llevará al Centro de Alta Estrategia Militar. Ahí será la reunión con el triunvirato que regirá las guerras del siglo veinte. Ahora es el Gran Demonio substituto.
Con el ruido del carruaje en movimiento siente de nuevo ese aguijón que se clava en el estómago hasta que se convierte en desazón. Esto le viene ocurriendo desde aquella rebelión de pintores que inició Van Gogh en el auditorio. La rebelión fue rápidamente controlada por los guardias de seguridad y los cabecillas recluidos en celdas de castigo. El incidente no trascendió. Nada importante había pasado y no hubo inconveniente para entregar las condecoraciones. El mismo comandante le restó importancia a lo que había ocurrido. “El espíritu del arte es la rebeldía”, comentó con mucho humor. Para Juan nada volvería a ser como antes.
El dolor de estómago era un signo que algo se estaba resquebrajando. Juan siempre creyó que los dolores pequeños anticipaban grandes dolores. El incidente le demostró que la conciencia demohumana, aunque fuese en unos pocos, todavía tenía capacidad de respuesta. No estaba totalmente bloqueada.
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El submarino navega en la última noche de la historia
Historische RomaneRafael conoce al Señor Garar el 2 de abril de 1982 en el bar de la Academia, en Buenos Aires. El Señor Garar se convertirá en su guía espiritual. Horas después, en la plaza Rodriguez Peña, descubre a Balthazar, con quién tiene varios encuentros. Bal...