Final.

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Un año y medio después...

Meto la llave en la cerradura y abro la puerta, embriagándome de golpe el olor a lavanda que había puesto como ambientador en el apartamento. Tras un largo suspiro, dejo las cosas en la entrada y me quito los zapatos, aliviándome de estar por fin descalza.

Pego un vistazo rápido por el salón, que se ve nada más abrir la puerta, y observo el completo desorden que tengo desde ayer noche. Aún así, la luz que entra desde los enormes ventanales que tengo en este causa que luzca algo mejor.

Con calma, me acerco al baño y lavo mis manos para después recogerme el pelo en una coleta alta y me quito la ropa, poniéndome el chándal. Cuando ya estoy, me dirijo hacia la cocina, sirviéndome una copa de vino blanco mientras busco en la nevera qué hacerme para comer.

Entre las pocas cosas que hay, encuentro varias verduras y opto por un salteado. Las dejo sobre la encimera y, tras lavarlas, procedo a cortarlas mientras escucho de fondo la radio donde explican las noticias del día.

Completamente sumida en mis pensamientos a la vez que cocino, pienso en Diego. Hace casi medio año que no nos vemos desde que fui a verle a Japón y parece que ha sido un siglo.

Fui a visitarlo una semana y media que me había cogido de vacaciones tras haber estado meses completos haciendo horas extras y trabajando hasta tarde aunque fue algo que valió la pena. De aquel encuentro me quedo con los recuerdos de cuando recorríamos las calles de la transitada ciudad bajo una gran tormenta o cómo Diego se reía ante mi poca destreza para coger los fideos con los palillos para comer.

Lo echo de menos.

Aquella última vez que nos vimos dolió como ninguna otra. Los dos estábamos pasando mal, sabíamos que una relación a distancia era difícil pero no a ese nivel. Echábamos de menos el contacto físico con el otro y las tecnologías habían supuesto muchos malentendidos a la hora de expresarnos el uno con el otro aunque pudimos manejarlo dentro de lo que supimos.

Desde entonces, hemos estado en contacto pero ya no de manera tan frecuente como antes. Ha pasado un año y pico desde que nos fuimos cada uno a trabajar a un país diferente y, si bien ya debería estar acostumbrada a su ausencia tras tanto tiempo, cada vez todo se me hace más pesado.

Cuando me doy cuenta, he acabado de cocinar y me siento en el sofá, contemplando las vistas a la ciudad desde los ventanales que tengo a mi izquierda mientras enciendo el televisor. Con una serie de fondo, me centro en comer y acabarme la copa de vino que me había servido hacía un rato.

Intento concentrarme y prestar realmente atención en la serie, pero el cansancio mental a penas me impide poder pensar incluso sobre cosas estúpidas, por lo que es algo en vano que pueda distraerme un rato.

Al poco tiempo, friego los platos y me quedo mirando el calendario que tengo colgado en la nevera. La semana que viene es mi cumpleaños, el primero que paso fuera de casa y probablemente sola ya que no podré estar rodeada de mi familia aunque me encontraré arropada por las nuevas personas que he conocido en este genial país.

Últimamente se me hace bastante cuesta arriba poder manejar las situaciones de soledad que, si bien me ayudan en varios momentos, actualmente me perturban e intento evadirlas lo máximo posible.

Tras la muerte de mi padre disfrutaba de los ratos de soledad y llegué a creer en su momento que estar aquí sola en un país extranjero me serviría y me iría bien, pero me equivoqué en cierta manera. Si bien he hecho bastantes amistades desde que estoy aquí, me noto vacía y echo de menos a toda la gente con la que he pasado gran parte de mi vida.

El piso en el que vivo desde que me mudé de país me ha servido como un pequeño refugio para poder esconderme en mis peores momentos y convertirse en un museo donde albergan los objetos emocionales relacionados con la gente de España, aunque en determinados momentos son los que más me provocan tristeza.

A las horas llega la tarde y aparto mi mirada del ordenador, en el cual me he pasado vario tiempo respondiendo a correos sobre el trabajo aún sin estar en horario laboral. Salgo de mi cuarto y decido tomarme un descanso, por lo que me hago un café y me lo tomo en el pequeño balcón que hay justo al lado del salón.

Durante ese periodo de tiempo observo a la gente de la calle y me pierdo entre ellos. Desde que llegué aquí me he quedado mirando las calles de la ciudad a cualquier hora del día cuando quería desconectar y ver las ajetreadas vidas de las personas. En cierta manera me ha resultado algo terapéutico para poder alejar los malos pensamientos que me atormentan.

A lo lejos observo una pareja paseando de la mano, lo que hace que mi corazón se reconforte y una triste sonrisa se dibuje en mi cara.

Lo echo de menos.

Observo cómo se abrazan y se funden un beso justo enfrente de una pastelería, en la que entran a los segundos y salen al rato con varios dulces que probablemente se coman más tarde.

La envidia me inunda en estos instantes y me moriría de ganas que estuviera aquí ahora mismo, abrazándome por detrás y apoyando su cabeza sobre la mía mientras observamos a la gente pasear por las calles de la ciudad.

Para cuando me doy cuenta, el reloj marca las siete de la tarde y decido entrar en casa ante el fresco que hace fuera. Cierro las ventanas y pongo las cortinas para que no entre tanta luz, dejando la taza de café sobre la mesita que hay enfrente del sofá y me tumbo en este tras haberme abrigado un poco.

Enciendo la televisión y escucho de lejos el canal aleatorio que se ha puesto, mirando a la vez el techo blanco del salón mientras no pienso en nada. Empiezo a juguetear con mis manos por pura inercia y acabo moviendo, de manera inconscientemente, el anillo que tengo en el dedo anular de la mano izquierda.

Sonrío.

Lo observo fijamente y recuerdo aquel momento donde me lo dio en una de las playas de Sydney a la que habíamos ido a ver el atardecer. Fue uno de los mejores momentos que pasé con él en aquel tiempo y se ha quedado grabado en mi mente de por vida.

Aquel día Diego iba vestido con una camisa de lino blanco y unos vaqueros cortos negros junto con unos mocasines grises y yo con un vestido púrpura que contrastaba con mi piel bronceada. Nos pasamos toda la tarde comiendo fruta y bebiendo vino para que, cuando fuera el atardecer en aquella playa solitaria, me enseñase el anillo como forma de promesa eterna.

Ninguno de los dos queríamos casarnos y hubo muchas conversaciones al respecto, pero aquel detalle y el significado que le dió me invadió tanto por completo que ambos nos planteamos la posibilidad.

Ensimismada en mis pensamientos a penas llego a escuchar los golpes de la puerta, por lo que cuando la otra persona al otro lado se cansa, empieza a darle más fuerte y hace que salga de mi propia ensoñación. Confusa, me acerco a la entrada y entreabro algo la puerta.

Nada más ver de quién se trata, mi corazón se para en seco y no puedo gesticular palabra alguna. Él está aquí, mirándome con una sonrisa de oreja a oreja a pesar de las grande ojeras que tiene bajo sus ojos y con una maleta detrás suya.

En una de sus manos llego a ver el anillo que yo le regalé junto con un enorme ramo de flores. Sus ojos me observan atentos y brillantes al igual que la sonrisa que inunda su rostro.

-Sorpresa —su voz llena por completo el lugar.

Alzo mis cejas sorprendida mientras sujeto la puerta de entrada y mi corazón empieza a latir ferozmente esta vez. Entretanto, una enorme sonrisa se dibuja en mi rostro y, de golpe, acabo rodeando su cuerpo subida a él.

Acuno mi rostro entre el espacio de su cuello y hombro, inspirando su olor para poder hacerme consciente de que está aquí conmigo. Noto sus brazos rodeándome y apretándome más hacia él junto con varios besos en el cuello.

-¿Qué haces aquí? ¿Cómo? —le pregunto, totalmente confusa tras haberme separado de él.

-No podía quedarme de brazos cruzados y no estar junto a ti en el cumpleaños de mi prometida —Diego me dice con una amplia sonrisa—. Así que... aquí estoy.

Le miro con unos ojos de adoración mientras él sigue ahí de pie frente a mí, observándome completamente feliz y sin decir nada más. De esta manera, cojo su rostro entre mis manos y acerco mis labios a los suyos, fundiéndonos en un beso que llevaba meses esperando.

-Te he echado muchísimo de menos —confieso, alejando su rostro del mío.

-Yo también, mi amor.

Lo último que recuerdes.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora