Capítulo 4.

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Diego.

Me acerco al escritorio que hay situado al lado de la cocina americana que hay en mi piso. Nada más sentarme, doy un vistazo a todo el salón-comedor y enciendo mi ordenador.

No hay ningún mensaje.

Por unos instantes, me pregunto qué hago haciendo esto, sabiendo las consecuencias que puede tener todo y lo incoherente que es. Por muchas veces en las que lo haya intentado comprender de manera razonable, no veo otra manera para estar más cerca de ella.

Esther.

Su nombre se repite la mayoría de veces del día en mi mente, dejándome absorto ante su belleza tan peculiar: los ojos grandes y expresivos, sus perfilados labios y aquella nariz respingona cubierta de pecas.

Mientras sucede todo esto, ya estoy escribiéndole de nuevo:

T: Esther, ¿estás ahí?

Desde hace dos días, cuando le dije que la había visto en persona, ella no me habla de manera tan amena como antes. Y todo es culpa mía, por haberle dicho eso sin ser consciente de lo que llevaría acabo.

No está conectada. Alejo mi portátil y me pongo en pie, dirigiéndome a la habitación para coger de la estantería mi diario, que está escondido estratégicamente.

Tomo asiento sobre la esquina de su cama, y con bolígrafo en mano, escribo:

Querido diario,

                      No sé qué pensar con respecto a lo que me está sucediendo. Todo es una locura.

Hace tres años que la conozco y hasta ahora no había reparado en lo que siento hacia ella. La manera en la que a veces me mira me deja completamente absorto y sin saber qué decir.

No me canso de mirarla.

       Y, al final, resulta que digo idioteces. Me queda casi un año para cumplir los cuarenta y utilizo las mismas palabras que usé una vez a los veinte, casi los años que tiene ella.

        Cuando apareció por primera vez, no supe qué pensar, era una adolescente de dieciséis años. Años después, cuando ya está en la universidad, es imposible no mirar su cuerpo, y más aún cuando voy a su casa y la veo con los shorts deportivos.

        Si tuviese pareja en estos mismos instantes, me olvidaría de ella refugiándome en los brazos de la persona con la que estaría, pero es algo imposible. No salgo con nadie desde hace cuatro años.

Y, por terrible que parezca, solo me veo con ella.

       Miro la pared gris de mi habitación mientras largo un suspiro, cerrando el diario y dejándolo en el mismo sitio. De camino a mi despacho, escucho el familiar sonido del Messenger cuando te han respondido a un mensaje.

E: No sé quién eres y te juro que todo esto me está asustando.

      Yo no quería que sucediese esto. No quiero asustarla, es más, ansío todo lo contrario.

        No puedo estar cerca de ella en persona, intentar seducirla ni mirarla más de un segundo para que la joven no sospeche y no decepcionar a su madre.

        Virginia es la única mejor amiga que tengo y me ha ayudado desde hace cinco años en los que nos conocemos, y saber que podría hacerle daño confesándole este pecado tan oculto, me hace retroceder cuando tengo la valentía suficiente para decirle toda la verdad a Esther.

T: Quiero de todo menos asustarte, Esther.

T: No quiero que estés así... Yo...

E: No puedo fiarme de ti

E: no se quién coño eres

T: Lo sé, Esther, pero

T: por favor, dame una oportunidad

E: no te conozco

T: Esther... Intenta confiar en mí.

E: la confianza se gana, no se intenta, T.

       Me quedo perplejo ante su respuesta, la cual me sorprende y me agrada viniendo de ella. Ahora me la imagino sobre su cama y con el portátil encima de su estómago, escribiéndome sin saber quién soy.

        Puedo imaginarme sus ojos marrones entrecerrado y el ceño fruncido levemente mientras espera la respuesta, y la verdad es que no sé qué decirle.

         En unos días voy a volverla a ver de nuevo, a estar más cerca y poder contemplarla desde cierta distancia y sin levantar sospechas.

Es un pecado.

           Tan solo pensar en ella hace que mi pecho de hinche y una sonrisa se instale en mis labios. Es un orgullo para sus padres, y también para mí.

Estoy orgulloso de ella y todo lo que ha conseguido.

          Sé que, tal vez, nunca llegue a pasar algo entre nosotros y corro el riesgo de que acabe destrozado cuando ella aparezca con alguien, a no ser que esté ya. Es una chica joven, inteligente y preciosa, pero sé que nunca se ha enamorado.

          El otro día, cuando vino de la universidad y le pidió a su madre salir para hablar, Alicia y yo escuchamos la conversación debido a que había un gran silencio a excepción de sus dos voces al otro lado. Cuando dijo aquellos, nos miramos entre los dos y sentí, en cierta manera, una alegría.

           Por otra parte, me dolía saber que ella no había descubierto aquel sentimiento, que a penas lo había rozado. Y es que desde que la conozco sé que se ha cansado rápido de las relaciones, que ha dejado de querer tan rápidamente como cuando se entristece al ver que amigos suyos lo consiguen y ella no.

Yo quiero darle esa oportunidad.

          El simple hecho de saber que podría ser capaz de brindarle esa oportunidad me hace tener valentía suficiente, dejando de lado a su madre, pero rápidamente me acuerdo de ella y de su edad. Quizá se canse rápido o tal vez yo no le aporte lo que ella necesita.

           Es joven, tiene una gran vitalidad y no hay nada que se le resista, pero yo quiero estar aún así junto a ella, de la manera en la que sea y aunque tenga que alegrarme de su felicidad desde las sombras.

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