Capítulo 39.

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Cierro la puerta nada más entrar, largando un suspiro a la vez que me quito el abrigo y lo dejo sobre el perchero. Lentamente, empiezo a notar como mi cuerpo deja de tener frío, y eso es debido a la calefacción que hay.

Tras haber dejado las llaves sobre el recipiente que hay encima de la cómoda color blanco en el recibidor, decido adentrarme en la casa, observando todo.

Hacía tiempo que no venía aquí, tal vez dos semanas o tres, y pensaba que todo sería diferente. Pero nada ha cambiado. El recuerdo de papá sigue aquí, demasiado presente.

-Hola, gatita.

Rápidamente, giro mi cabeza estando en el salón y veo a mi padre en el umbral, sonriéndome con sus manos metidas en los bolsillos.

-¡Papá!

Corro hacia él, envolviéndome sus brazos y alzándome al aire solo de esa manera en la que él sabe. Me aferro fuertemente a su cuerpo, no queriendo despertar de todo este sueño.

Noto su calor envolverme, la manera en la que su creciente barba me pincha la mejilla al besarme la mejilla y cómo aprieta sus brazos cuando estoy yo entre ellos.

-Te he echado de menos, gatita.

Su voz suena igual de siempre: serena y tranquila, lo que me provoca que me relaje instantáneamente y sienta que todo va a salir bien.

Me separo de él y lo miro, acariciando su hombro derecho mientras no paramos de mirarnos. Sonrío y él también lo hace, volviéndole a abrazar.

-Por fin estás aquí, papá -murmuro desde su hombro, apretándolo contra mí para saber que esto no es un sueño-. No sabes cuánto te he echado de menos.

Me besa la nuca, tardando bastante tiempo y, cuando acaba, nos sentamos en la pequeña terraza de atrás como hacíamos antes.

Miramos el horizonte, viendo como el atardecer está llegando y yo lo miro a él, disfrutando de que esté aquí pero no sé por qué yo estoy junto a mi padre.

-Nos abandonaste -murmuro, dejando la taza de café que me ha hecho encima de la mesa. Me mira de una manera serena y baja la mirada, entristecido-. No tenías que dejarnos, papá, tenías que estar ahí para nosotros. Siempre. ¿Por qué te fuiste? ¿Por qué me dejaste?

Fija sus azules ojos en los míos y me percato de que veo lo roto que está por dentro, lo vacío. Se limpia una lágrima que se le desliza por la mejilla e inspira fuertemente.

-Nunca quise dejaros, Esther. Ni a vosotros dos ni a Leire -murmura, volviéndome a mirar-. Yo tampoco quise que pasase, pero pasó y ya no hay vuelta atrás.

Le tomo de la mano fuertemente, apretándola mientras me acerco más a él.

-No debías irte. No aún -las lágrimas se deslizan por mi mejilla-. Estos meses han sido muy duros sin ti, papá, y yo te he necesitado. Ojalá hubiera estado allí, así no...

-No, gatita, no -me interrumpe, abrazándome de nuevo-. Tanto tú como Fran no tenéis la culpa. Pasó porque tenía que pasar, algo temprano, pero pasó.

Me aferro a él fuertemente.

-No papá, no tenía que pasar -gimo contra su pecho, notando la vibración de éste-. Me prometiste cuando era pequeña que nunca te irías, que no nos dejarías. Eres un mentiroso, ¿lo sabías?

Él ríe débilmente, apretándome más contra él. Y a pesar de sentirme algo asfixiada, no me quejo porque echaba de menos los abrazos de mi padre.

-Mi pequeña y dulce Esther -murmura, besándome reiteradas veces la coronilla-. Cuando te vi por primera vez en Ucrania, supe que eras tú desde el primer instante. Te quise nada más verte, más que cualquier otra cosa. Fran y tú sois mi vida.

-Pues no nos abandones, por favor - murmuro, separándome-. Vuelve con nosotros, papá. No nos dejes así.

Baja la mirada, apretándome la mano. Mira al horizonte y suspira, imitándole para ver hacia donde mira.

-Estás a punto de despertar de la operación, no tenemos mucho tiempo -vuelve a mirarme, dedicándome una de sus sonrisas características-. Te amo, gatita, y no sabes lo duro que se me ha hecho estar a tu lado y no poder tocarte ni hablarte mientras estabas mal.

Baja la mirada y sonríe de manera triste, enjuagándose las lágrimas.

-No me dejes, papá. No de nuevo -le pido, llorando a mares-. Tienes que estar en mi graduación de la universidad, en mi cumpleaños número treinta... -le vuelvo a abrazar, apretándole contra mi pecho-. Vuelve conmigo, papá.

-Ya no puedo, Esther -se separa, acariciándome la mejilla-. He muerto, gatita, no puedo volver a la vida.

Mi cuerpo convulsiona debido al llanto, y me aferro a él.

-Me lo prometiste. Me mentiste, papá. Me dijiste que nunca te irías y aquí estás, muerto -niego con la cabeza, llorando sin parar-. No puedo vivir sin ti, vuelve.

-Debes dejarme ir, gatita -su mano continúa acariciándome la mejilla-. Y vuelve con él, con Diego, te ama.

>> Tal vez no debería de tener esta actitud ya que es un hombre muchísimo mayor que tú, pero he visto que te hace feliz. Te ama muchísimo y daría todo por ti. Y tú, cuando estás con él, ya no sientes tanto dolor porque te olvidas. Te hace sentir viva, feliz, y eso es lo que siempre has querido.

>>Necesito que seas feliz lo que te quede de vida, gatita. No podría verte mal. Hazlo por mí, por favor.

Bajo la mirada, temblándome el labio inferior.

-¿Eras tú el que estuviste en mi habitación aquel día y también en la playa?

-Nunca me fui de tu lado, y tampoco lo haré. Ni del tuyo ni del de Fran; tampoco del de Leire.

Le sonrío y sus brazos me rondean, alzándome mientras me da una vuelta en la terraza.

Largo una risa y él también, notando el aire azotarnos en la tarde de principios de marzo. Miro sus ojos azules y sé que va a estar bien, al igual que yo.

-Te quiero muchísimo, papá -digo entre sus brazos-. Espero verte algún día.

-Cuando fallezcas, que espero que sea tarde, estaré ahí esperándote -me sonríe, besándome la mejilla-. Soy tu ángel de la guardia, al igual que el de Fran, gatita.

-Voy a echarte de menos, muchísimo.

Contemplo su rostro iluminado por el atardecer mientras le digo todo aquello, y no puedo aún asimilarlo. Está aquí, frente a mí, y puedo tocarlo.

-Yo también, gatita, pero es hora de irse. Tu madre debe estar preocupada porque tardas en despertar.

-Que espere un poco más -digo, sin dejar de abrazarle-. A ella puedo verla cuando quiera, a ti no.

Me acaricia la espalda lentamente, relajándome porque lo hace de aquella manera en la que me lo ha hecho desde pequeña.

-Adiós, gatita -su voz se escucha lejana, pero aún así puedo ver su rostro-. Te quiero muchísimo, no lo olvides.

-Yo también, papá.

De repente, siento un extraño dolor en la zona inferior derecha de mi abdomen y una aguja clavándose en mi brazo. Al rato, también escucho una máquina que pita levemente.

-Por favor, cariño, despierta -dice una voz que reconozco al instante.

-Diego, lo hará. Es cuestión de tiempo. Tranquilo.

Noto mi cuerpo relajado, como si me hubiesen drogado. Lentamente, abro los ojos e intento decir algo, pero solo me salen sonidos extraños.

Vislumbro en la habitación azul a un rostro que está frente a mi cama. Sus ojos me miran fijamente y sonríe.

-Hola, mi amor -mira a alguien a mi derecha-. Ya está despierta, Virginia.

-¿Diego?

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