Capítulo 40.

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Diego.

Una vez, si no voy mal, Octavio Paz dijo: "El amor es intensidad y por esto es una distensión del tiempo: estira los minutos y los alarga como siglos". Y cuánta razón tiene la frase, porque es verdad.

El semáforo finalmente se pone en verde y puedo respirar con tranquilidad, aumentando la velocidad del coche para ir corriendo al hospital, donde está ella. Y a pesar de tan solo haber sido apendicitis, me la imagino en ese lugar y la sangre se va de mi cuerpo.

Los minutos son lentos, largos y me colman por completo mientras busco a Virginia en la planta que me ha dicho. Y, cuando la vislumbro al fondo del pasillo hablando con un médico, el cual supongo que ha operado a Esther, vuelvo a respirar con tranquilidad.

Me acerco hacia ella, pensando solamente en la chica que está en una de las habitaciones y que es a la que realmente amo. Los ojos de su madre me miran al estar junto a ella y me sonríe, abrazándome.

–Estás muy tenso, Diego —murmura, separándose de mí—. Deberías relajarte, la operación ha ido bien.

La miro confundido, ya que sé que ella nunca estaría así después de la situación en la que se encontró a su hija.

–Te has tomado un calmante, ¿verdad?

–No sabía que le pasaba a mi hija, se la llevaron a la sala de operaciones después de haberme dicho lo que era y jamás había vivido una experiencia así; por lo tanto, es normal que sienta como que me ahogo nada más pensar que puede haber ido algo mal.

Acaricio su brazo mientras me lo cuenta.

–Bueno, pero ha ido bien.

Vuelve a sonreír.

–Sí, es verdad —sus ojos me miran y noto el cansancio en ellos ya que son casi las once de la noche—. Aún no ha despertado por la anestesia, pero lo hará.

–¿Puedo quedarme dentro? Podría estar vigilando y tú deberías irte a tomar un café, o mejor una tila.

Asiente y me dedica una sonrisa.

–Vuelvo en un rato. De paso, llamaré a Fran.

Entro en la habitación de color azul claro y la veo yaciendo sobre la cama color blanco, cubriendo su precioso cuerpo aquellas malas sábanas de hospital. Tomo asiento a su lado y, sin pensármelo dos veces, cojo su mano.

La miro sin poder contener la respiración y observo su precioso rostro descansar con una vía puesta en su brazo izquierdo y una sonda nasal. Le doy un leve apretón en la mano que tengo cogida y me acerco más, apoyando mis codos sobre el colchón.

–No sabes el susto que me has dado, Esther —murmuro, sin dejar de mirarla—. Cuando despiertes, voy a reñirte por hacerme sentir así... Si tu madre no llega a decirme que era apendicitis, me podría haber llegado a pensar que te perdía para siempre.

Su pecho sube y baja rítmicamente mientras yo contemplo ahora su mano, aquella que he cogido tantas veces durante estos últimos meses. La miro de nuevo y no puedo creer que esté de nuevo viéndola tras todo lo que ha pasado.

Mi pecho se ensancha, contemplando la belleza tan indescriptible que posee y sabiendo que una vez me quiso, que tuve acto de presencia en su corazón y que me quiso incluso más de la manera en la que yo la quiero, aunque no haya dejado de hacerlo como ella.

–Te quiero, muchísimo. Por favor, despierta rápido porque tengo muchísimas ganas de ver tus ojos contemplarme de aquella manera en la que lo haces.

Lo último que recuerdes.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora