03 | A veces aliarse con el enemigo es la única forma de ganar la guerra

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Cuando era pequeña, me encantaba venir al Burger King con mis padres y Duncan. A medida que fui creciendo, me siguió encantando venir con mis amigas. Y, al contrario de lo que cualquiera podría pensar, este sitio me sigue encantando a pesar de que ahora trabajo aquí a media jornada, cada tarde después del instituto excepto los fines de semana.

El único problema es Maverick Crawford.

Los dos trabajamos tras el mostrador, tomando pedidos. Aparte de nosotros, hay otros dos empleados más en el establecimiento: Bethany (aunque es mejor llamarla simplemente Beth si no quieres que te arranque la cabeza y haga un ritual satánico con ella), quien se encarga de limpiar las mesas, vaciar las papeleras y ese tipo de cosas y Charlie, que es quien se ocupa de la cocina y que además es nuestro encargado, es decir, nuestro «jefe» por así decirlo.

Y ahora Charlie me está echando la bronca por culpa de Maverick. O, mejor dicho, por culpa de la ausencia de Maverick.

—¡Mira la cola que se ha formado, Hudson! —me grita desde la cocina—. Como no tomes los pedidos más rápido, la gente empezará a impacientarse y comenzaremos a perder clientes. ¡Date prisa!

Yo resoplo, irritada.

No se habría formado esta fila kilométrica delante de mí si Maverick estuviese en su lugar. Pero ahora yo tengo que cargar con su parte del trabajo y también con la mía.

Le doy su ticket a la mujer que tengo delante y hago un gesto para que pase el siguiente, pero queda un hueco vacío entre el mostrador y el chico que iba detrás de la mujer.

Frunzo el ceño, a punto de decirle al chico de malas maneras que es su turno, cuando una vocecita me habla.

—Aquí abajo —dice. Yo me asomo y veo a una niña de no más de seis años al otro lado. Es tan bajita que no podía saber que estaba ahí—. Quiero una doble cheeseburger y una Coca-Cola con cafeína.

Oh, venga ya. Lo que me faltaba.

—¿Te has perdido? —le pregunto, armándome de paciencia.

—Nop —contesta ella—. ¿Y mi Coca-Cola con cafeína?

—¡Beth! —grito yo, ignorando olímpicamente las súplicas de la niña. Aunque los gruñidos y las quejas de impaciencia del resto de la clientela son mucho más difíciles de pasar por alto—. ¡Beth, necesito una ayudita por aquí!

Beth aparece en menos de medio minuto y, al verla, la niña se queda pálida como la cera y abre mucho los ojos.

—¿Eres una Monster High? —le pregunta, con esa vocecita aguda teñida a partes iguales de sorpresa y confusión.

Mi compañera pone cara de haber mordido un limón y yo tengo que obligarme a contener una sonrisa.

Beth, que tiene el pelo rapado por un lado de la cabeza y teñido de negro con mechas azules, sí que podría pasar perfectamente por una de las Monster High. Siempre se aplica toneladas de sombra de ojos negra, que va a juego con su pintalabios también negro, creando un contraste un poco chocante con la extrema blancura de su piel. Por no hablar de sus piercings, del millón de pendientes que lleva en ambas orejas y de los tatuajes que le asoman por las mangas de la camiseta del uniforme.

—Vamos a buscar a tus padres, mocosa —le suelta a la niña, agarrándola de la mano para apartarla del medio y dejar que el siguiente cliente se aproxime a mí para hacer su pedido.

Todavía escucho a la pequeña exigiendo su Coca-Cola con cafeína una vez más mientras Beth se la lleva y yo intento prestar atención a lo que me pide el chico que me está hablando.

Efectos colateralesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora