21 | No voy a jugar a Cincuenta sombras de Grey contigo

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Es viernes por la tarde y, aunque, debido a la finalización de las vacaciones de Navidad, esta semana solo he tenido dos días de instituto, me han parecido dos siglos... Y por tres buenas y justificadas razones:

1) Tras el incidente con Gretchen en la cafetería, tanto ella como Margot y el resto de las integrantes de su selecto club de idiotas han pasado de despreciarme de forma discreta a odiarme abiertamente. Farr me llamó gorda (muy original, lo sé) delante de todos a última hora del jueves en clase de historia y esta mañana se ha estado riendo de mí sin ningún disimulo en gimnasia.

2) Ya nos han fijado la fecha de veinte exámenes. Sí, veinte exámenes, no estoy exagerando (ya me gustaría). Parece que de repente los profesores se han dado cuenta de que vamos muy retrasados con la programación y les han entrado las prisas. Por ejemplo, el señor Law se ha fundido entre ayer y hoy un tema entero de literatura y medio de sintaxis.

3) Relacionado con el punto anterior, en las últimas doce horas la palabra que más he escuchado y pronunciado ha sido «selectividad». Absolutamente todos los de último curso hablan de ello debido a que nos han empezado a citar por orden alfabético con la directora Hillenburg, que también hace las veces de orientadora escolar. Se supone que tenemos que empezar a pensar en universidades, becas, residencias...

Y, al comentárselo a mi madre, se lo ha tomado tan a pecho que llevamos desde que he venido del trabajo sentadas delante del ordenador de mesa de su despacho, comparando notas de corte, facultades y precios de matrícula en las webs de todas las universidades de la Costa Este.

Mentiría si dijera que no me atrae la idea de irme a estudiar a la otra punta del país y vivir allí la experiencia universitaria al completo, con total independencia (física) de mis padres y teniendo libertad para hacer lo que me dé la gana, pero la realidad es que no podemos permitírnoslo, ni siquiera contando con mi sueldo en el Burger King.

Así que estoy conforme con mi plan de intentar entrar en Stamps. Tendré que conducir cuarenta minutos de ida a Ann Arbor y cuarenta minutos de vuelta todos los días (lo cual significa, por cierto, que más me vale conseguir el carné antes de septiembre), pero merecerá la pena. Me hace tanta ilusión la carrera que quiero estudiar (¡Arte!) que me daría igual tener que hacer seis horas de carretera todos los días con tal de poder ir a clases.

—Si te admiten en una escuela que te guste más, podríamos pedir un préstamo. Esta tiene buena pinta —me dice mamá, sin despegar la mirada de la pantalla—. Además, tenemos algunos ahorros.

Yo suelto un resoplido. Si por mi padre y por ella fuese, venderían la casa cuya hipoteca les ha costado media vida pagar y se irían a vivir a un minúsculo piso de alquiler en las afueras para que Duncan y yo pudiéramos pirarnos Australia o a donde quiera que se nos antojase.

—La universidad de Michigan está bien, mamá —le contesto, con un tono que no admite réplica—. Stamps está bien. Es la misma carrera, ¿qué más da dónde la estudie?

Creo que se siente un poco mal por mí porque Duncan, con su beca, sí que podrá irse de casa. Pero que yo no tenga beca no es culpa de mamá. Ni siquiera es culpa mía: yo me esfuerzo un montón en estudiar e incluso así no soy capaz de sacar notas lo suficientemente buenas como para recibir la ayuda económica. No es culpa de nadie, ni siquiera es cuestión de que mi hermano sea más inteligente que yo (venga ya, un numerito escrito en la parte superior de un examen no define si eres listo o no), es solo... Suerte. Y me alegro por Duncan. Además, ¡así me libraré de compartir baño con él durante cuatro años enteros! Por fin mi secador del pelo va a ser solo mío y por fin el muy rata va a dejar de robarme el desodorante.

—Bueno, ya lo hablaremos más adelante —zanja mi madre, apagando el ordenador y levantándose de su taburete para salir de la estancia—. Voy a ver si Gordon Ramsay ha terminado con el menú.

Efectos colateralesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora