10 | Todo lo que pueda salir mal, saldrá mal

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Voy fatal de tiempo. Hoy, como todos los viernes, he tenido clase de literatura a última hora y, como casi todos los viernes, el señor Law ha decidido alargar un poco más la clase, perdido en sus propias explicaciones. Así que he llegado muy tarde a comer a casa. Y, aunque he engullido a toda prisa los espaguetis a la boloñesa que preparó Duncan ayer por la tarde, se me ha echado la hora encima de todas formas.

Dentro de menos de veinte minutos tengo que estar en el trabajo... Y todavía estoy vistiéndome. Tengo que sustituir la ropa que he llevado esta mañana al instituto por el uniforme de la empresa. Estoy poniéndome la camiseta negra con el logo del Burger King cuando escucho los bocinazos de un coche provenientes de la calle.

La ventana de mi cuarto da a la casa de los Crawford, pero da igual, porque no necesito ver el vehículo para saber que se trata del Chevrolet de mi hermano. Duncan se ha ofrecido a llevarme cuando me ha visto corriendo frenética por toda la casa mientras me quejaba de que Charlie iba a echarme la bronca del siglo si no llegaba a las cuatro en punto, que es cuando empieza mi turno.

Salgo a toda velocidad de mi habitación, cogiendo las llaves y la gorra, que también forma parte del uniforme. Bajo las escaleras de dos en dos y, tras cerrar la puerta principal de un sonoro portazo, recorro sin entretenerme el camino que va del porche a la acera, donde, efectivamente, Duncan tiene estacionado el coche ya en marcha.

Al verme corriendo hacia él como una verdadera loca, mi mellizo me abre la puerta del copiloto y yo me lanzo al asiento. Él hace que el coche eche a andar antes incluso de que a mí me haya dado tiempo a cerrar de nuevo la puerta. Madre mía. Acabamos de protagonizar una escena de acción digna de cualquier peli de Jason Statham.

Intento devolver el ritmo de mi respiración a la normalidad mientras Duncan conduce tan rápido como le permite la ingente cantidad de coches que hay a estas horas en las calles de Detroit. También aprovecho para intentar recoger mi maraña de salvajes rizos negros en una coleta y después me pongo la gorra, ajustándomela bien.

Entonces nos topamos con un semáforo en rojo que señaliza un paso de peatones. Mi hermano pisa el freno con un gruñido de frustración y, en un silencio únicamente roto por los anuncios de la radio a los que no estamos prestando atención, ambos observamos como docenas de personas cruzan la carretera a toda prisa bajo el suave sol de mediados de octubre.

Es entonces, mientras esperamos a que el semáforo se ponga en verde para que podamos seguir nuestro camino, cuando vuelvo a acordarme de lo que ocurrió ayer a la hora del recreo en los baños del instituto.

Y digo «vuelvo a acordarme», porque, aunque apenas haya pasado más de un día, ya he recreado la situación en mi mente al menos mil veces.

¿Cómo pude haber estado a punto de dejarme llevar de esa forma tan tonta? Pensándolo en frío, estoy segura de que Maverick se hubiese reído de mí en mi cara en el caso de que yo me hubiese atrevido a decirle que quería que me besara de verdad... Y no solo que me besara, sino mucho más. O, aún peor: podría haber aceptado con toda la naturalidad del mundo (una posibilidad que, conociendo su historial, no puedo descartar), lo habríamos hecho... Y me habría pasado el resto de mi miserable existencia arrepintiéndome de ello.

Menos mal que Margot llegó justo a tiempo. Aunque, por otro lado, ya me quedó muy claro cuál fue su impresión al verme con Maverick en esas circunstancias tan sospechosas. Ahora mismo debe pensar lo peor de mí.

El semáforo se pone al fin en verde y miro a Duncan de reojo mientras él mete primera y pone el vehículo de nuevo en circulación.

Suspiro y apago la radio. Entonces mi hermano me echa un vistazo a mí durante un breve instante, para volver a poner enseguida la vista en la carretera.

Efectos colateralesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora