32 | Nunca es tarde para pedir perdón, ¿no?

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No encuentro a Maverick.

Él me encuentra a mí.

Bueno, en realidad no sé si él me estaba buscando o si esto ha sido pura casualidad, porque lo que ha pasado ha sido que, tras más de diez minutos intentando localizarle entre la muchedumbre que inunda el gimnasio, he acabado chocándome con él sin darme cuenta.

Cualquiera podría pensar que tengo por costumbre toparme de repente con las personas más oportunas en fiestas abarrotadas (me pasó lo mismo en la de Margot), pero juro que no lo he hecho a propósito.

—No sabía si ibas a estar aquí —es lo primero que me dice Maverick cuando ambos retrocedemos todo lo que nos permite la multitud para separarnos después de haber colisionado.

Supongo que eso significa que sí que me estaba buscando, ¿no?

De todas formas, resoplo.

—Quería quedarme en casa, en realidad. Ethan me ha obligado a venir.

Le examino con la mirada y descubro que apenas se ha arreglado. Lleva una camisa arrugada, unos vaqueros desgastados y sus viejas Converse altas con los cordones atados después de haberles dado varias vueltas alrededor de los tobillos.

Él también se fija en cómo voy vestida yo, pero, si le sorprende que me haya puesto la prenda que él mismo me regaló y que yo aseguré no querer por activa y por pasiva, no lo demuestra.

Entonces, por encima de su hombro, veo a Patrick a apenas unos metros de nosotros, hablando con una chica rubia enfundada en un diminuto vestido negro.

Patrick parece estar entreteniéndola en contra de su voluntad, porque ella no hace más que intentar echar a andar en dirección a donde nos encontramos Maverick y yo, pero él le hace gestos para que se quede. La chica no deja de lanzarle miraditas de reojo a Maverick mientras trata de deshacerse del mejor amigo de este.

Así que apenas tardo unos segundos en comprender quién es.

Tracy Jenkins.

Vuelvo a centrar mi atención en Maverick, pero mi ceño fruncido me delata.

Él también junta las cejas, extrañado. Gira la cabeza, buscando lo que yo me he quedado mirando. Y, por supuesto, lo encuentra.

Clava de nuevo sus ojos en mí.

—No me he acostado con ella —me asegura—. Ni con nadie. Ni siquiera fui a la fiesta de Liam.

Me encojo de hombros. Lo primero que se me ocurre responderle es que me trae  sin cuidado lo que haya hecho o dejado de hacer, pero la extraña sensación de que sus palabras acaban de quitarme un gran peso de encima me hacen reconsiderarlo.

—Vale —termino soltándole.

Él deja escapar un suspiro exasperado.

—Tenemos que hablar. Sé que no quieres saber nada de mí, pero estas últimas semanas han sido una mierda... Y mañana me voy y no quiero dejar esto así.

No respondo enseguida, sino que me muerdo el labio inferior.

Esto es justo lo que he estado esperando todo este tiempo, que él diese el primer paso e hiciese un esfuerzo para acercarse a mí.

Pero no me ha gustado nada cómo ha sonado ese «tenemos que hablar». De hecho, no me gusta nada lo extraño que es todo esto.

Mañana se va y... ¿A qué se refiere con que no quiere dejar esto así? ¿Quiere convencerme de que sí que somos amigos, al fin y al cabo?

No podría soportarlo. Si vuelvo a escucharle decir que quiere ser mi amigo, lo mato.

Me doy cuenta de que estoy tardando demasiado en contestar y parpadeo un poco, intentando volver a la realidad.

Efectos colateralesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora