22 | ¡El sabayuno es sagrado, no puedes perdértelo!

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«Cabezota, respondona. Valiente. Eres un jodido huracán, Cameron». 

¿En serio? ¿Valiente, yo? Solo alguien tan cobarde como él podría decir eso sobre mí.

Menudo sueño más raro.

Ah, no.

Un momento.

¡Un momento!

No lo he soñado.

Pasó de verdad, anoche.

Y no estoy en mi cama, sino en la cama de Maverick, en su cuarto.

Aunque él no está.

Lo compruebo al rodar sobre el colchón, enredándome más en las sábanas, hasta llegar a su lado, que está vacío.

Pero, a pesar de su ausencia, casi me parece que sigue aquí.

Toda la ropa de cama está impregnada de su olor, dulzón, cálido. Agradable.

Argh.

Hundo la cara en una almohada, ahogando un grito.

¡Me estoy volviendo estúpida!

Primero lo de anoche y ahora me pongo a olisquear su aroma como si fuera un perro.

Dios mío.

Lo de anoche... ¡¿Por qué reaccioné así?!

Me entró el pánico. Pero, a ver, ¿cómo se supone que hay que actuar en esos casos, cuando tu archienemigo (con el que acabas de tener sexo) te dice lo más intenso que nadie te ha dicho nunca?

Me asusté. Y ahora Maverick se pensará que me gusta o algo igual de absurdo.

No me gusta.

Vale, he pensado en esa posibilidad. Cuando soltó todo eso, mirándome así, sonriéndome así... Si me puse en modo ataque de nervios fue porque mis neuronas empezaron a patinar. Se supone que le odio, pero en ese momento fui incapaz de albergar ningún sentimiento de desprecio hacia él. Todo lo contrario. Me sentí... Me sentí como si de repente me hubiera convertido en la protagonista de una peli de Disney y estuviese justo en la escena de la confesión de amor verdadero y del beso épico. De hecho, pensé en besarle.

Menos mal que no lo hice.

Porque no estoy enamorada de Maverick.

No. Estoy. Enamorada. De. Maverick.

Eso es. Solo tengo que seguir repitiéndolo hasta que mi sentido común resucite.

Y ni que decir tiene que está claro que él no está enamorado de mí.

Hay muy pocas cosas de las que una pueda estar segura en esta vida, pero que Maverick Crawford jamás se enamoraría de mí definitivamente es una de ellas. Y no admito ninguna discusión al respecto.

Lo máximo que estoy dispuesta a aceptar es que quizá (solo quizá) haya dejado de odiarle tanto. Puede que ahora le deteste un poco menos, pero ya está. Ir más allá no solo rayaría en lo ridículo, sino que sería un insulto a mi inteligencia.

Soltando un bufido, me arrastro fuera de la cama y lo primero que hago es buscar mi chaqueta a tientas en la penumbra de la habitación. Hurgo en los bolsillos de la prenda hasta encontrar mi móvil y, al mirar el reloj en la pantalla de bloqueo, compruebo que son más de las diez de la mañana.

Perfecto.

Mis padres y mi hermano ya estarán levantados y pululando por la casa. ¿Ahora cómo me las voy a arreglar para regresar a mi propio dormitorio sin que me vean? Parece misión imposible.

Efectos colateralesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora