04 | Un imbécil con ínfulas de casanova

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Cuando vuelvo a casa después del trabajo, estoy agotada. Ha sido una tarde muy intensa en la que, aparte del rato de descanso que Maverick se encargó de fastidiarme, no he parado quieta. Y encima siempre regreso en bici y eso me deja más exhausta todavía.

Lo bueno es que al entrar ya puedo percibir el olor de la cena que Duncan se está encargando de preparar en la cocina. Mi hermano cocina de maravilla gracias a la abuela Rhonda, la madre de papá, que cuando éramos pequeños insistió en enseñarnos a ambos a hacer muchas de sus recetas. Duncan le pilló el tranquillo enseguida y lleva años perfeccionando las elaboraciones, pero yo lo máximo que fui capaz de aprender antes de que la abuela perdiese toda su paciencia conmigo fueron huevos revueltos.

Así que Duncan nos hace la cena casi todos los días, porque mamá siempre llega muy tarde del trabajo y mientras mi hermano se encarga de este quehacer ella puede aprovechar para limpiar un poco la casa, ducharse y poner en orden las facturas.

A papá el trabajo le obliga a dormir fuera de casa de lunes a viernes y solamente vuelve para quedarse los fines de semana, de modo que no le veremos por aquí hasta dentro de unos días. Eso sí, siempre le llamamos por teléfono antes de irnos a dormir y mamá suele quedarse hablando con él hasta tarde.

Una vez he entrado en casa, cierro la puerta detrás de mí y cuelgo mi chaqueta en el perchero, sonriendo un poco. Sin pensarlo, me dirijo a la cocina para ver con qué delicatesen nos va a sorprender Duncan hoy.

—¿Qué hay esta noche en el menú? —le pregunto a modo de saludo cuando entro en la estancia y me lo encuentro salteando unas verduras.

Lleva el delantal de mamá puesto y contrasta cómicamente con su camiseta del equipo de baloncesto. Ya le han quitado la escayola de la pierna, pero todavía se apoya un poco en la encimera con el brazo libre para poder mantener el equilibrio.

—Estoy intentando hacer esa cosa con espinacas que vi en la tele —me contesta, sin apartar la mirada de lo que está haciendo.

Yo arrugo un poco la nariz, porque ni los vegetales ni mucho menos las espinacas son mi cosa favorita del mundo, pero tengo que admitir que cualquier cosa que prepara él siempre está como mínimo comestible. Además, últimamente está enganchado a un talent show de cocina de la Fox y los platos que copia de ese programa son increíbles.

—Voy a poner la mesa antes de que baje mamá —comento. Escucho el sonido del agua corriendo en la segunda planta, así que sé que se está dando un merecido baño después de un duro día de trabajo en la escuela.

Duncan asiente y yo me pongo a ello, colocando platos, vasos y cubiertos en la mesa grande del comedor. Cuando termino, vuelvo a la cocina para comprobar que él también ha acabado ya con lo suyo.

Si fuera solamente un poquito ágil intentaría subirme de un salto a la encimera, pero como soy la persona más torpe del universo, me conformo con apoyar mi peso contra la pared y cruzarme de brazos. Duncan se sienta en un taburete para descansar la pierna.

—¿Qué pasa? —inquiere después de unos minutos en los que ninguno de los dos dice nada. Yo clavo la vista en el suelo, repasando mentalmente la conversación que he tenido con Maverick en el callejón—. Estás muy seria.

Resoplo un poco y descruzo los brazos. Duncan y yo llevamos haciéndolo todo juntos desde hace casi dieciocho años, así que es imposible intentar ocultarle algo. Me conoce tan bien como se conoce a sí mismo. Y no es que tengamos telepatía ni ninguna movida de esas que la gente se piensa que tienen los gemelos y los mellizos, es simplemente que nos hemos aprendido de memoria el significado de los gestos y de las expresiones del otro por pura rutina.

Por ello, aunque sé que lo que voy a decirle va a sonar raro, no puedo quedarme callada ni tampoco tratar de responderle con evasivas.

—¿Sabes si a Maverick le interesa alguna chica? —acabo preguntando.

Efectos colateralesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora