17 | Confraternizando con el enemigo

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Es sábado por la tarde. Papá y mamá han ido a pasar el día con los abuelos a New Baltimore y Duncan ha salido con Margot.

Así que estoy sola en casa. Y, obviamente, he aprovechado para hacer algo que solo es posible hacer cuando se dan estas milagrosas circunstancias: darme un largo y relajante baño caliente y después secarme el pelo mientras bailo delante del espejo con mi música puesta a todo volumen para que se oiga bien por encima del rugido del secador.

Ahora mismo está reproduciéndose High Hopes de Panic! At The Disco y, como me la sé de memoria, no puedo evitar canturrearla un poco, aunque está claro que ni en mil vidas conseguiría llegar a los agudos que hace Brendon.

De modo que, entre el secador, la música y yo misma cantando como un gato atropellado, apenas escucho el timbre cuando empieza a sonar.

Apago el secador y lo desenchufo, pausando también la canción del móvil y eso me permite comprobar que quien quiera que sea que esté llamando lo está haciendo con verdadera insistencia.

Segura de que ese alguien no va a tener la paciencia suficiente como para esperar a que me vista (estoy en bragas y camiseta), agarro mi albornoz del perchero de detrás de la puerta del baño y me lo pongo a toda prisa. Salgo casi corriendo de la estancia para después bajar los escalones de dos en dos hasta la planta baja y, en todo el proceso, el timbre resuena por toda la casa una y otra vez.

Cuando llego hasta la puerta principal, sofocada por la carrera y extrañada por tanta impaciencia, ni siquiera me acuerdo de echar un vistazo por la mirilla antes de abrir. Eso sí, como voy hecha un cuadro, solamente asomo un poco la cabeza al exterior.

Y a quien me encuentro al otro lado es a Maverick.

—¿Pretendías quemar el timbre? —le espeto, cruzándome de brazos y mirándole con molestia.

—Ya era hora. Llevaba como cinco minutos esperando —dice él, casi a la vez que yo, de modo que nuestras voces se entremezclan.

Enarco ambas cejas.

—¿Y qué quieres?

Sigue teniendo el brazo escayolado, así que la manga izquierda de la cazadora que se ha puesto le cuelga vacía a un lado y no puede abrocharse la prenda. Por lo demás, juraría que lleva la misma ropa que ayer.

Y, aunque acaba de comenzar diciembre, ya hace un frío brutal. De hecho, se han acumulado unos diez centímetros de nieve desde que empezó a caer copiosamente hace unos días.

Así que, cuando me contesta, veo cómo su aliento caliente se convierte en vaho en cuanto entra en contacto con el helado aire del exterior.

—Devolver esto —es lo que dice.

Me tiende un par de tuppers vacíos y a mí me cuesta unos segundos entender que son los que utilizó mamá para llevarles la cena a Val y a él el día después de que se rompiera el brazo.

Sin abrir la puerta ni un milímetro más, alargo una mano a través de la rendija para aceptar los recipientes de plástico.

—Mi madre ya los daba por perdidos —comento, casi sin darme cuenta.

Maverick clava en los míos sus ojos marrones, divertido.

—¿Me dejas entrar?

—¿Para qué quieres entrar? —replico al instante.

Él se encoge de hombros. O, mejor dicho, encoge el hombro bueno. El otro no lo mueve.

—Me apetece molestarte un rato.

Yo resoplo, indignada. Me parece increíble que ni siquiera se moleste en intentar ocultar que ha venido con la intención de hacerme la vida imposible.

Efectos colateralesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora