18 | Las segundas partes nunca fueron buenas

908 60 57
                                    

Han pasado seis días desde que Maverick y yo nos acostamos. Seis días con sus seis noches.

Y desde entonces lo hemos hecho unas cinco veces más. En el instituto, en el trabajo, en mi casa (de nuevo), en la suya, en su coche. Por fin le veo alguna ventaja al hecho de tener que aguantarle en tantos contextos diferentes.

Porque, aunque toda esta nueva situación todavía me parece un poco rara, la verdad es que acostumbrarme a ella me está costando mucho menos de lo que estoy dispuesta a admitir.

Al menos, he dejado atrás la fase en la que no paraba de pensar que me había vuelto completamente loca, que estaba alucinando y que otra persona estaba controlando mis acciones en contra de mi voluntad.

Ya no tengo ningún problema en reconocerme a mí misma que, por muy extraño que sea, todo lo que estoy haciendo lo estoy haciendo porque quiero.

Suelto un suspiro, sacudiendo la cabeza para intentar, sin mucho éxito, dejar la mente en blanco.

Ahora mismo estamos en el curro. Beth está recogiendo con la fregona un enorme charco de Fanta de naranja, producto de un padre que no estaba vigilando lo suficientemente bien a su hijo de ¿cuatro? ¿cinco años? mientras se bebía el dichoso refresco. Charlie está trajinando en la cocina, encerrado en un obcecado enfado, para variar. Desde detrás de la barra me llegan el olor a queso fundido y el inconfundible chisporroteo de una nueva tanda de patatas zambulléndose en la freidora.

Yo no tengo nada mejor que hacer en este momento, así que me dedico a observar a Maverick mientras este le toma el pedido a un cliente.

Nada ha cambiado en él: sigue llevando el pelo castaño un poco demasiado largo, sigue estando tan delgaducho que la camiseta del uniforme le queda como un saco de patatas y sigue sonriéndome de esa forma tan insoportable cada vez que tiene ocasión. Y sigue siendo un idiota, claro. De lo contrario, no sería Maverick.

Suspiro de nuevo.

Sigue siendo el imbécil de siempre y, sin embargo, desde que empezamos a tener sexo me siento como si hubiese dado con la llave para abrir la puerta a una dimensión de su persona completamente nueva. Me siento como Colón descubriendo América (aunque Maverick no era precisamente territorio virgen cuando lo pisé por primera vez, pero bueno, se entiende la metáfora, ¿no?).

No sé cómo esperaba que fuera en la cama (si es que alguna vez realmente me lo había llegado a plantear), pero, desde luego, no me lo imaginaba así.

Es tranquilo y silencioso (a no ser que yo le provoque para lo contrario). No exige. No invade. Da sin que, al menos en apariencia, le importe si va a recibir o no algo a cambio. Y tengo que reconocer que sabe muy bien lo que hace. Joder, vaya que si lo sabe.

He notado que, por ejemplo, se ha dado cuenta de que me encanta que me agarre por las caderas mientras me penetra, ya que, de repente, lo ha convertido un hábito.

Y yo también estoy aprendiendo a pasos agigantados. Sé que le gusta ir despacio, recreándose en las cosas más simples, como desabrocharme el sujetador. De modo que, cuando tenemos tiempo, a veces yo también me eternizo con ese tipo de detalles. Además, siempre quiere tener la boca ocupada, así que, ¿qué menos que encargarme de que así sea?

Con todo, últimamente apenas necesitamos cruzar palabra para saber qué es lo que quiere o necesita el otro. Es como si nuestros cuerpos hablaran por sí solos.

—¿Qué pasa? —me espeta de la nada, cortando de cuajo el hilo de mis pensamientos.

Yo parpadeo un poco, dándome cuenta de que me había quedado con la vista clavada en él mientras estaba sumergida en mis cavilaciones.

Efectos colateralesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora