Ayer fue un día agotador. No fui a clases ni a trabajar, pero estuve encerrada en mi cuarto durante horas y horas, terminando los dibujos. No tenía ni idea de que hubiese tantos malditos alumnos de último curso y me quedaban muchísimos retratos por hacer, así que a eso fue a lo que dediqué toda la mañana, toda la tarde y buena parte de la noche.
Me acosté a las tantas de la madrugada, pero conseguí acabar. Las caras de todos y cada uno de mis compañeros quedaron plasmadas en papel, incluida la suya.
Hoy a la hora del patio le he entregado el trabajo a la directora Hillenburg y ella me ha dado su aprobación.
Así que ya está. Soy libre.
Y lo estoy aprovechando.
Volví del Burger King hace unas horas y lo primero que hice fue quitarme el uniforme y sustituirlo por mi pijama. Llevo desde entonces tirada en la cama, con el portátil entre las piernas y comiendo helado mientras hago maratón de Castle. Creo que ya me he visto unos cuatro episodios, aunque tampoco es que la serie me tenga enganchada, porque casi me sé de memoria el guion de todos los capítulos o, al menos, de los de las primeras temporadas.
Le doy al play para empezar a reproducir el siguiente episodio, metiendo la cuchara hasta el fondo de la tarrina de helado para poder rebañar los restos medio derretidos de chocolate, pero no siento nada al llevarme el helado a la boca.
Ni Castle ni mi comida favorita son capaces de hacer desaparecer las ganas de llorar que llevan demasiado tiempo oprimiéndome la garganta. Aunque sí que sirven como distracción. Me ayudan a ignorar mejor el insistente parpadeo verde de mi móvil, que indica que tengo bastantes mensajes pendientes de leer.
El grupo de WhatsApp que comparto con Debra, Caroline, Loreen y Ethan está más activo que nunca. Lo sé porque hace un rato he echado un vistazo a lo que estaban hablando desde las notificaciones y, básicamente, me suplican que dé alguna señal de vida. También tengo llamadas perdidas de Debby y Ethan.
Y si estoy tan solicitada es solo porque esta noche es la noche del maldito baile de graduación y mis amigos sencillamente se niegan a aceptar mi decisión de no ir y, en su lugar, quedarme en casa ahogando mis penas en helado y viendo cómo Castle y Beckett resuelven crímenes que ya conozco.
Bueno, en realidad, no son los únicos empeñados en llevarme arrastras a la fiesta, porque mi madre también quiere convencerme de que debo acudir. Antes ha entrado en mi habitación, interrumpiendo mi ritual depresivo para avasallarme con un montón de argumentos a su favor y, encima, ha sacado el asqueroso vestido azul que me regaló Maverick de su asquerosa caja y lo ha colgado de la puerta abierta de mi armario mediante una percha.
De modo que aquí estoy. Intentando aislarme del mundo con mi serie y mi helado mientras mis amigos me petan el teléfono y el dichoso vestido azul me mira con suficiencia y desafío desde la esquina del dormitorio. Todo a mi alrededor parece gritarme que me atreva. Que me atreva a ir al baile y a encontrarme con Maverick y a mirarle a los ojos con decisión, como diciéndole «esto es lo que te has perdido».
Pero no me atrevo.
¿Y si él no va solo? ¿Y si lleva del brazo a esa chica con la que se supone que se acostó en no sé qué fiesta organizada por Liam el fin de semana de antes de selectividad?
Estoy más que segura de que no están saliendo, pero no me cuesta nada imaginarlo pidiéndole a Tracy que sea su acompañante, solo para tener a alguien durante la celebración. Para poder hacerse unas fotos, poder bailar con alguien y luego poder follar en su coche y largarse a Seattle al día siguiente.
Eso era lo que quería hacer conmigo.
E, incluso así, a sabiendas de todo esto, mi corazón se salta un latido cuando el sonido del timbre me llega a través de los cascos.
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Efectos colaterales
Teen FictionCameron y Maverick se odian. Pero a Cameron le gusta Liam, a quien Maverick conoce muy bien. Y a Maverick le gusta Debra, quien es la mejor amiga de Cameron. Así que, cuando Maverick le propone a Cameron aliarse para que ambos consigan salir con su...