Antes solía hacer los deberes el viernes por la tarde o, como muy tarde, el sábado por la mañana. Pero desde que trabajo después del instituto me he vuelto una completa vaga en lo que se refiere a la tarea durante los fines de semana. Así que aquí estoy, un domingo por la tarde terminando un comentario de texto para filosofía.
Tengo el escritorio atestado de papeles y, como está anocheciendo, la luz del flexo encendida. Estoy sentada de piernas cruzadas en la silla y encorvada sobre la mesa mientras escribo sin muchas ganas. Parezco toda una empollona, pero nada más lejos de la realidad. De hecho, agradezco que el maldito comentario no cuente para nota, porque me lo estoy inventando entero. De verdad, no entiendo nada de lo que dice este tal Spinoza.
Estoy a punto de darme por vencida, sin saber qué más añadir a pesar de que aún me quedan unas cien palabras para llegar al mínimo impuesto por el profesor, cuando alguien llama a la puerta de mi habitación.
No me molesto en decir «adelante». Mamá es la única que en esta casa llama a las puertas cerradas antes de entrar, pero lo mismo le da que contestemos que se puede o que no se puede, porque ella abre igualmente. Y eso es justo lo que hace ahora.
Se queda de pie bajo el umbral y, antes de que me diga nada, yo ya la miro con el ceño fruncido. Va vestida para salir a la calle, con sus botas altas y su abrigo rojo.
—Voy un momento a casa de los Crawford, ¿te vienes? —me pregunta.
Eso me hace fruncir el ceño todavía más.
—¿Para qué voy a ir yo?
—Para demostrar que eres una buena persona que se preocupa por sus vecinos, como cuando fuimos a ver a la señora Wallis después de su operación de cadera, ¿te acuerdas? —replica mi madre—. Y porque anoche le dije a Val que la ayudarías a estudiar francés.
Pongo los ojos en blanco. Muy típico de mi madre eso de decirle a terceras personas que voy a hacer algo por ellas sin consultarme primero. Como cuando le dijo a la señora Wallis que le ayudaría a hacer limpieza en su garaje, sin ir más lejos.
Pero lo cierto es que Valerie, a diferencia de su hermano, me cae bastante bien. Probablemente porque se mete con Maverick casi tanto como yo. Casi.
Y tampoco es que tenga mucho interés en acabar esta asquerosa tarea de filosofía.
De modo que acabo levantándome de la silla sin que mi madre tenga que insistir más.
—Vale —acepto, a lo que mamá sonríe ampliamente—. Me visto y bajo.
—Pues abajo te espero —asiente ella.
Vuelve a dejarme sola y yo suelto un suspiro. Cambio mi pijama (sí, el de Bob Esponja) por lo primero que pillo en el armario: un par de mis leggings negros y un enorme jersey hecho con lana de un montón de colorines. Seguramente haga bastante frío fuera, así que en lugar de mis Vans acabo poniéndome las botas que me regaló mamá el invierno pasado y que parecen pantuflas de estar por casa. Agarro mi cazadora antes de salir de mi dormitorio y bajo las escaleras sin mucha prisa.
Mi madre abre la puerta principal en cuanto me ve aparecer por el pasillo y ambas salimos a la calle.
No me equivocaba en mi predicción de la temperatura exterior. Es tan baja que tengo que meter las manos en los bolsillos de mi chaqueta para que no se me congelen los dedos, a pesar de que la casa de los Crawford está literalmente al lado de la nuestra y llegamos a ella en menos de un minuto.
Cruzamos el sendero del jardín delantero hasta la entrada sin decir nada. Mamá va delante y yo aprovecho para echar un vistazo a la puerta del garaje, comprobando que no hay ningún coche aparcado frente a ella. Algo me dice que dentro tampoco hay ningún vehículo, porque lo más seguro es que ninguno de los padres de Maverick y Val estén en casa.
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Efectos colaterales
Ficção AdolescenteCameron y Maverick se odian. Pero a Cameron le gusta Liam, a quien Maverick conoce muy bien. Y a Maverick le gusta Debra, quien es la mejor amiga de Cameron. Así que, cuando Maverick le propone a Cameron aliarse para que ambos consigan salir con su...