12 | Murphy y su maldita ley me pueden chupar un pie

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Todavía no ha venido. Por teléfono me ha dicho que apenas tardaría unos minutos, pero ya hace una eternidad que le llamé y aún no ha llegado.

El baño está en absoluto silencio. Lo único que se escucha es mi respiración y las luces fluorescentes del techo parpadeando de vez en cuando. En realidad, todo el instituto está sumido en un completo mutismo. No hay nadie en los oscuros pasillos de Somersby a estas alturas de la noche. Todo el mundo está en el gimnasio, en el baile.

Yo estoy sentada entre dos lavabos, con las piernas colgando por el borde de la encimera, sin que mis pies lleguen a tocar el suelo a pesar de los tacones de siete centímetros.

Llevo el vestido azul, el del corpiño con encaje y la voluminosa falda de tul. No sé cómo me lo he comprado. Era demasiado caro para que pudiese permitírmelo. A lo mejor es una falsificación. Da igual.

Por fin Maverick aparece en la puerta de los baños. Se queda de pie ahí, en el umbral.

A juzgar por su respiración entrecortada y por el rubor que cubre sus mejillas, apostaría a que ha venido corriendo. Va vestido con unos pantalones de traje y una camisa blanca arrugada y remangada hasta los codos.

Clava sus ojos en los míos. Tiene los irises azules, del mismo tono que mi vestido.

—¿Qué quieres, Cameron? —pregunta. Intenta dejar de jadear. Su voz suena rasgada.

Yo me echo hacia atrás en mi sitio, enderezando la espalda y apoyándola contra el ancho espejo que hay sobre los lavabos. El cristal está muy frío.

—Ya lo sabes —le contesto.

Espero a que sonría, pero, en su lugar, frunce el ceño. No obstante, empieza a caminar hacia mí.

—¿Por qué no lo has dicho antes?

No respondo. Él llega hasta donde me encuentro y lo que hago yo es abrir las piernas, invitándole a ocupar su lugar entre ellas, del mismo modo que lo hizo hace siglos en este mismo sitio, cuando no me atreví a exponer mis deseos.

Pero a Maverick le gusta hacer las cosas a su manera.

Así que se agacha en el suelo, a mis pies. Sus manos se cuelan por el bajo de mi vestido y comienzan a acariciarme las piernas. Desliza los dedos hasta mis rodillas, recreándose en cada centímetro de piel que encuentra a su paso y subiéndome la falda en el proceso.

Entonces se levanta y, ahora sí, coloca mis piernas cada una a un lado de sus caderas. Sus dedos continúan ascendiendo, ahora por mis muslos. Yo me echo hacia delante y le paso los brazos por los hombros, agarrándole la nuca con una mano y revolviéndole el pelo con la otra.

Volvemos a hacer contacto visual. El azul de sus ojos me molesta. Tengo la extraña sensación de que ese color no encaja con ellos. Pero decido pasarlo por alto.

Le tiro del cuello de la camisa y empiezo a desabrocharle los botones sin ningún cuidado, hasta que consigo que la prenda quede abierta sobre su pecho. Él alza la mirada. Sus manos ya no están bajo mi vestido, sino que ahora me agarran con fuerza por la cintura, atrayéndome más hacia él.

Maverick elimina la distancia que separa nuestros rostros. Sus húmedos labios buscan los míos. Pero yo pego mi frente a la suya, inclinando la cabeza de modo que nuestras bocas no lleguen a rozarse. Sonrío ampliamente. Esto es un juego. Y quiero ganarlo.

—Cameron —se queja él.

—¿Qué? —inquiero, riéndome.

—Cameron —repite.

Empiezo a confundirme. Me aparto de él y veo que me ha soltado.

—¿Qué?

—¡Cameron! —vuelve a decir, esta vez a gritos.

Efectos colateralesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora