05 | Un chiste buenísimo sobre príncipes azules y pitufos

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A la hora del patio, Maverick suele alternar entre tres opciones para decidir en qué emplear la escasa media hora de descanso que tenemos justo en medio de un bloque de clases y el siguiente: a) enrollarse con alguien bajo las gradas del estadio de fútbol, b) enrollarse con alguien en los baños de la planta baja o c) echarse unas canastas en la cancha de baloncesto, que está situada justo detrás del gimnasio.

Por suerte para mí, hoy se ha decantado por la tercera alternativa, así que no me veo obligada a comprobar las gradas ni los baños, sino que lo encuentro lejos de cualquier compañía femenina, haciendo tiros libres.

La pista está desierta a excepción de un grupito de tres chicos y dos chicas que está jugando en la canasta opuesta, por lo que no tengo ningún reparo en entrar y acercarme a Maverick. Aunque no le digo nada, de momento. Lo que hago es pegar la espalda a la alambrada que rodea la cancha y me cruzo de brazos, aprovechando que él todavía no ha notado mi presencia para dedicar unos segundos a observarle con atención.

A Duncan siempre le ha hecho especial ilusión que papá, mamá y yo estuviésemos presentes en todos sus partidos y es por ello por lo que, desgraciadamente, ya he visto a Maverick en acción muchas veces. Pero mentiría si dijera que ha dejado de fascinarme la naturalidad y la fluidez que adquieren sus movimientos cuando tiene el balón en la mano.

Maverick maneja la pelota a su antojo. Se ha cansado de hacer simples lanzamientos y retrocede hasta la línea de tres puntos para coger carrerilla y ensayar una entrada a canasta. Bota el balón a toda velocidad, permitiéndose el lujo de hacer algunas florituras como pasárselo entre las piernas y alrededor del torso mientras se mueve por la pista esquivando a jugadores imaginarios del equipo contrario. Se mueve con la soltura y la elegancia de una pantera e, inevitablemente, cuando le miras piensas que lo que está haciendo es muy sencillo. Pero obviamente no lo es.

Está muy cerca de la canasta, tan cerca que creo que va a tirar en cualquier momento. Pero lo que hace es irse a un extremo de la cancha, sin salir de la zona de dos puntos. Después pasa como una exhalación por debajo de la canasta e intenta lanzar el balón mientras corre, haciendo un suave giro de muñeca. Me sorprendo a mí misma conteniendo el aliento al ver que, a pesar de ese lanzamiento imposible, la pelota rebota en el tablero, toca el aro, tambaleándose durante un largo instante sobre el metal... Y vuelve a rebotar, sin encestarse.

Maverick suelta un gruñido y deja que el balón se estrelle contra el suelo y siga botando sin límites por la pista, hasta que pierde fuerza y al final termina rodando perezosamente hasta llegar a mis pies.

Me agacho para recogerlo y, cuando lo tengo entre las manos, me quedo mirándolo durante una milésima de segundo más de lo necesario. Es un balón muy viejo y gastado, que incluso está un poco desinflado.

—¿Cuánto tiempo llevas espiándome, Pitufina?

Alzo la mirada y me encuentro a Maverick plantado delante de mí. Por supuesto, solamente ha tenido que seguir la trayectoria de la pelota para encontrarme.

Está sudando un poco y por culpa de eso algunos mechones de pelo castaño se le pegan a la frente, pero, dejando estos pequeños detalles de lado, nadie diría que hace menos de un minuto estaba corriendo y saltando como una cabra por el monte.

Como respuesta a su pregunta, agarro el balón con más fuerza y trato también de darles potencia a mis brazos para tirárselo justo a la altura del pecho. Pero Maverick atrapa la pelota antes de que pueda rozar siquiera su camiseta del equipo, que es de ese feo color verde botella y que lleva escritos en grandes letras blancas la palabra «Crawford» y el número 54.

No sin cierta diversión, enarca las cejas ante mi intento fallido de golpearle en todo el esternón con el balón. Yo vuelvo a cruzarme de brazos.

—Me he enterado de lo de la lista —le espeto.

Efectos colateralesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora