25 | Debe ser cierto eso de que el amor es ciego... Y sordo

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—Cameron, para.

He salido disparada del patio trasero de Margot, rodeando la casa para llegar directamente a la calle y, de hecho, ya he recorrido varios metros de acera, negándome a escucharle.

Pero él es más rápido que yo. No solo porque no lleva unos tacones de siete centímetros ni está empapado de pies a cabeza, sino también porque tiene las piernas más largas y está acostumbrado a correr casi a diario.

Así que está a punto de alcanzarme.

—¡Déjame en paz! —le ladro, sin siquiera dignarme a mirar hacia atrás.

No quiero encararle.

—¿Cómo quieres que te deje en paz? —replica, cada vez más cerca—. ¿No ves que no puedes ir así a ninguna parte? Vas a coger una pulmonía.

Argh.

¿He comentado ya lo mucho que odio que tenga razón?

Me doy la vuelta de golpe, frenando mis pasos en seco para enfrentarme a él.

—¿Y qué propones? —le suelto, cruzándome de brazos en un intento fallido de ocultar que estoy tiritando con tanta violencia que me da vueltas la cabeza.

Maverick llega hasta mí en un par de zancadas y saca su teléfono de uno de los bolsillos de sus pantalones de deporte.

—Espera un segundo.

Resoplo, pero le hago caso. Aguardo mientras él se aleja un poco y llama a alguien, manteniendo una conversación de apenas unos segundos con esa persona.

Cuando cuelga, vuelve a mi lado y yo le echo una mirada escéptica, enarcando ambas cejas.

—¿Y bien?

—Patrick nos recoge en un minuto —es todo lo que me dice.

Yo no añado nada más. Supongo que el chico estará en la fiesta y todo lo que tendrá que hacer será buscar su coche y venir hasta aquí. Imagino que Maverick y él vinieron juntos a casa de Margot y que por eso Maverick no tiene aquí su propio coche.

No sé. No quiero ni puedo pensar mucho. Estoy demasiado ocupada luchando por dejar de temblar.

Por suerte, tal y como ha dicho Maverick, menos de sesenta segundos después un vehículo estaciona justo frente a nosotros.

Sin que él me diga nada, abro la puerta trasera y subo.

—Joder, tía —me espeta Patrick a modo de saludo, medio sorprendido medio horrorizado porque vaya a dejarle los asientos mojados—. ¿Qué te ha pasado?

Abro la boca para contestar con un comentario bien cortante, pero Maverick se me adelanta.

—¿Dónde está tu manta? —le pregunta a su amigo.

En vez de ocupar el lugar del copiloto, acaba de cerrar la puerta por la que yo he entrado y está sentándose aquí atrás.

—Probablemente debajo de tu culo —le responde Patrick. Yo le miro extrañada. ¿Por qué lleva una manta en el coche?—. A veces duermo aquí. Cuando me peleo con mis padres y así —añade, como si me hubiera leído la mente.

—Toma. —Maverick me tiende la susodicha manta—. Pon la calefacción o algo —le pide a Patrick justo después, a lo que el chico asiente al instante.

De modo que, cuando Patrick maniobra con el volante para sacar el coche a la carretera, ya estoy envuelta en su manta, que actúa como toalla y absorbe bastante de la humedad que llevo encima. Y el calorcillo que desprende el radiador no tarda en llegar hasta el asiento trasero, lo que ayuda a que se me empiece a secar el pelo.

Efectos colateralesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora