26: Fito's Passerella

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Yolanda Garza de Rianchos disfrutaba de un delicioso café gourmet, tras haber llegado al restaurante y elegir una mesa ubicada cerca del ventanal. Quería pasar desapercibida usando un abrigo gris obscuro, una mascada de seda a juego envolviendo su cabeza y unos enormes lentes obscuros, para disimular su interés en el Fito's Passerella, la exclusiva boutique ubicada justo enfrente. Sobre su mesa, reposaba un celular desechable.

Fito Robledo era el diseñador del momento, afamado por su exquisito gusto al confeccionar vestidos, siendo los nupciales su especialidad. Yolanda sabía de buena fuente que la amante de su esposo había elegido a este modista, sabía también que ese día en especial estaba programada su prueba de vestido, por lo que sólo quedaba esperar el mensaje en el celular desechable. Su contacto era una humilde sirvienta del palacete que, a cambio de una buena suma y un traslado con sus hijos al extranjero, accedió a ofrecerle a esa perra en charola de plata, pues al parecer la maldita se estaba excediendo con sus desplantes hacia el personal a su servicio.

Por fin, la pantalla del aparato se encendió y apareció el mensaje en clave acordado:

"La zorra salió de su madriguera".

La señora leyó el texto, guardó el aparato desechable y sacó su teléfono personal, en el que ya tenía la fotografía de su objetivo. Estudió ese rostro vulgar y esa melena falsamente rubia, hasta que por fin vio llegar una inconfundible camioneta de su marido, metiéndose al estacionamiento subterráneo de la boutique.

Aun así, Yolanda se lo tomó con calma; terminó su café, pagó en efectivo y todavía pasó al tocador a asegurarse de que su maquillaje siguiese perfecto, cubriendo todo rastro de la golpiza de su marido. Entonces se metió a un cubículo y allí destruyó el celular desechable, arrojando los pedazos al excusado.

Salió del restaurante y cruzó la avenida sin ninguna premura, dirigiéndose al Fito's Passerella. No se molestó en mirar a su chófer, pues sabía que él seguía estacionado una cuadra más atrás; tan pronto su señora concluyera su pendiente con esa meretriz, él la recogería y se irían a toda velocidad.

Al entrar a la preciosa boutique, Yolanda se despojó de sus lentes y su mascada sin detener su andar, para que nadie osara cerrarle el paso. Mal que bien, seguía siendo la esposa de don Abel Rianchos.

Un distinguido empleado la abordó acomedido.

-¡Madame Yola, qué gusto verla otra vez por aquí! -saludó, mientras caminaba a la par con ella-. Fito está ocupado con otra clienta, pero enseguida lo llamo...

-¡Oh, no, querido! -dijo la dama con naturalidad-. Debe estar con una amiguita mía que me rogó que viniera a darle el visto bueno a su vestido de novia. ¿Me indicas en cuál probador está?

-¡Por supuesto, madame! Tercer piso, probador "A". ¿Gusta que la acompañe?

-No, lindo. Quiero sorprenderla...

Yolanda ingresó sola al elevador, donde eliminó en su celular la foto de esa perra y amartilló su fino revólver con joyas incrustadas, pues acabar personalmente con esa puta era un gustito que se quería dar.

Salió del elevador y presurosa llegó ante la puerta del vestidor, en donde pegó su oído para escuchar a quienes estaban adentro. Pudo distinguir tres voces: una era la voz del reconocido Fito Robledo, otra de algún empleado y la última era de una estúpida mujer que exclamó:

-¡Oh, por Dios! ¡Parezco una reina!

Esta última frase hizo perder los estribos a doña Yolanda, quien de tremendo empellón abrió la puerta de doble hoja y entró hecha una furia apuntando al frente.

Elsy la Chuparrosa giró sobresaltada, montada en el taburete como muñeca de aparador y engalanada con un blanco vestido corte sirena que resaltaba sus envidiables curvas, mientras el modista y su ayudante se replegaban aterrados contra uno de los enormes espejos.

Al reconocerla, la temible señora Rianchos abrió fuego sin mediar palabra.

El escultural cuerpo de la Chuparrosa se sacudió violentamente al percutir de las fugaces balas, hasta que se desplomó del taburete y se estrelló contra el espejo a sus espaldas, embarrándolo de sangre.

Yolanda vació la carga de su arma, pero aun así seguía jalando del gatillo.

-¡Púdrete maldita perra, que aquí no hay más reina que yo!

Fito Robledo y su ayudante lanzaron al unísono un alarido y echaron a correr.

Al salir del probador, no pudieron evitar tropezar con los guardias del establecimiento, que alertados por el tiroteo se abalanzaron para sujetar a la enajenada señora.

-¡Suéltenme, malditos perros muertos de hambre! ¡¿Qué no saben quién soy yo, imbéciles?!

Así pues, mientras los guardias se llevaban a rastras a doña Yolanda, la desdichada Elsy expiró tirada en el alfombrado piso de aquel probador, mientras su vestido otrora inmaculado como el lucero de la mañana rápidamente se teñía de escarlata. El que sería su ajuar nupcial se convirtió en mortaja en un abrir y cerrar de ojos, mientras la mujer sólo podía lamentar el no haberse despedido de su hijo.

De ahí los acontecimientos se precipitaron: alguien llamó a la policía, alguien más a la prensa, los dos guardaespaldas que custodiaban a Elsy, que se habían quedado en el estacionamiento, huyeron despavoridos al enterarse de lo sucedido, mientras Yolanda e incluso su chofer eran puestos bajo custodia.

La noticia fue difundida sin muchos detalles; en un principio, sólo se dijo que hubo una balacera en el Fito's Passerella, con un saldo de una víctima y que varias damas de la alta sociedad, incluyendo a la señora Yolanda Garza de Rianchos, se hallaban ahí cuando sucedió la tragedia. Nadie podía filtrar más información, no hasta que el gobernador Andrés Padilla girara instrucciones al respecto.

Sin embargo, la señora Rianchos estaba sumamente tranquila, sabedora de que su títere el gobernador la liberaría de cualquier responsabilidad. Por ende, tomó asiento en la oficina del jefe de policía municipal y se puso a fumar plácidamente, acompañada de su leal chofer al que le decía:

-En cuanto salgamos de aquí, Jaime, me llevas al spa. Necesito relajarme.

Afuera de su oficina, el jefe de la policía recibía por vía telefónica las instrucciones de Padilla.

-Perdón, señor... -escupía incrédulo-. ¿Está usted seguro?

-Por supuesto, Cervantes. Chíngatela, ya firmé la orden y la envié a los medios.

Aun desconcertado por esto, el jefe de policía regresó a su oficina para arrestar a doña Yolanda.

Naturalmente, la señora pasó del desconcierto a la burla, y de la burla a la indignación. Cuando al fin comprendió lo que estaba pasando, brincó de su asiento y se defendió con fiereza. .

-¡¿Cómo te atreves?! ¡No, no me toques! ¡Tú no eres nadie para llevarme a ningún pinche lado!

Cervantes logró someterla, no sin antes recibir tremendos arañazos en el rostro.

Al salir de la oficina, los demás no pudieron evitar mirar e incluso grabar tan surreal escena. Yolanda nunca se había sentido tan humillada como en ese momento, y su garganta no se cansaba de gritar:

-¡Suéltame, maldito gato! ¡¡Exijo ver al imbécil de Padilla ahora mismo!!

De modo que la soberbia mujer fue trasladada a los separos, cual insignificante y vulgar ciudadana.

Ya encerrada, dedujo coherentemente que el motivo de tan degradante situación se hallaba muy lejos, en un poblado perdido en la nada dizque vengando la muerte de Joan.

-¡MALDITO ABEL! ¡Tú debiste haber dado la orden! ¡¡Te hundiré conmigo, hijo de perra!!

Lo que ella no sabía, es que no había necesidad de tomar medidas contra su marido, pues alguien más ya lo había hecho.

De Norte a SurDonde viven las historias. Descúbrelo ahora