En La Mira, el obscuro mar iba y venía acariciando la pálida costa, cual amante egoísta que busca a su pareja cuando se le da la gana y después se larga sin decir adiós, mientras el ensombrecido firmamento soplaba una brisa asfixiante, meciendo el ramaje tropical con cada vez más ferocidad. La playa lo sabía, lo presentía, y se preparaba para recibir a sus indeseados visitantes, que habían llegado desde las alturas y ahora se acercaban al pueblo montados en una caravana de camionetas, recorriendo la solitaria carretera.
Abel Rianchos dormitaba en el asiento trasero del primer vehículo, conducido por el Pollino. De vez en cuando, el esbirro miraba a su patrón a través del espejo retrovisor y luego se sonreía con su compañero en el asiento del copiloto. Eran sonrisas perversas, de complicidad, esbozadas por la más cruda maldad.
Poco antes de alcanzar el nivel del mar, don Abel despertó nerviosamente.
–¿Pasa algo, patrón? –inquirió el Pollino, con su fingida amabilidad.
El patrón lo ignoró, mientras clavaba sus azorados ojos en el paisaje que su ventanilla le ofrecía. Los sicarios lo observaron atentamente, mientras el copiloto discretamente dirigía su mano al arma...
–Párate ahí, cabrón –musitó don Abel, encandilado con lo que veía.
Confundido, el Pollino siguió la mirada de su patrón y notó que se refería al majestuoso risco, que se alzaba a un costado de la carretera. Así pues, el conductor se miró con su compañero, se encogió de hombros y puso las intermitentes para indicarle a la camioneta de atrás que próximamente harían una parada.
Entonces la caravana entera se estacionó en la planicie a pie de la cuesta.
Abel Rianchos rápidamente se apeó, seguido por todos sus hombres que lo rodearon, y admirando ese desconocido peñasco encendió un puro y fumó nerviosamente, sin saber qué hacer.
–Uste' ordena, patrón –dijo el Pollino, algo inquieto–. ¿Subimos?
Finalmente, como si fuese jalado por hilos, el jefe se abalanzó hacia la escalinata mientras los demás hombres se miraban desconcertados, hasta que el Pollino se adelantó también y les indicó seguirlo.
En la cima, las brujas ya se hallaban en el pórtico esperando pacientemente a sus visitas.
Marina dormitaba en la hamaca, con su iguanita verde echada sobre su pecho, mientras Alina se había sentado en la mecedora, enfocando su entera atención al arco que enmarcaba la llegada de la gradería.
–Ya vienen subiendo –anunció a su hija, mientras sonreía taimadamente.
Parsimoniosamente, la bruja mayor se sirvió una copa del licor de coco que tenía sobre su mesita.
Mientras tanto, la bruja menor abrió los ojos y se sentó en la hamaca, manteniendo a su iguanita en el regazo. Con dulzura, acarició al tembloroso reptil y lo reconfortó diciéndole:
–Tranquilo, mi amor, ya pronto todo acabará...
Al mirar a ese grupo de hombres que lentamente ascendían, la mirada de la joven se endureció.
Encabezaba, naturalmente, don Abel Rianchos, que al encontrarse a esas mujeres se paralizó mientras de su boca entreabierta se le caía el puro, el cual se apagó al contacto con la tierra húmeda. Mientras tanto, a sus espaldas se iban formando sus matones, ya con las armas desenfundadas.
Armándose de valor con toda su "hombría", don Abel saludó:
–Buenas las tenga, doña...
ESTÁS LEYENDO
De Norte a Sur
RandomJulián ha asesinado al único hijo del mafioso de su cuidad, por lo que recorrerá el país entero ocultando su identidad. Es entonces que va al sur y llega a La Mira, un pueblo costero de calor infernal. Ahí conoce a Marina, una joven que junto a su...