13: La lista negra

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El retorno a la ciudad de Real Dorado fue tranquilo y sin complicaciones. De repente alguno de los rehenes se quejaba demasiado, pero nada que no se pudiera controlar con un buen porrazo. Después de que el Todojunto telefoneara al patrón y de que éste le diera sus indicaciones, se llevaron a los tres antiguos escoltas de Joan al lugar de siempre: una solitaria casa ubicada a las afueras de la ciudad que destinaban exclusivamente para los temibles interrogatorios, de los cuales muy pocos infelices lograban salir con vida. Esto lo sabían de sobra los tres desgraciados rehenes, que literalmente se ahogaban dentro los apestosos costales que les habían colocado en sus cabezas, y sentían cómo sus extremidades se raspaban dolorosamente con sus fuertes ataduras.

Cuando su carroza por fin se hubo detenido, sus hinchados ojos fueron rasgados por el latigazo de luz que se coló a través de la tosca tela que les cubría los rostros. Montones de garras los sometieron, haciéndolos salir a empellones del vehículo y dirigirse derechito a su matadero.

Una vez adentro, los tres tristes compadres fueron repartidos en habitaciones separadas, donde a cada uno lo despojaron de sus ropas y posteriormente lo ataron a una fría silla. Y así los tuvieron varias horas, a la espera de que llegara el señor Rianchos en persona.

Tan pronto don Abel llegó, se dirigió primero a la habitación de Roque.

En cuanto retiraron el costal de su cabeza, Roque vislumbró, iluminado solamente por la parpadeante luz de un foco, al demonio que le dedicaba una humeante sonrisa.

–¡Quiúbole! Tú eres Roque, ¿no? El más huerco de los tres... –dio una calada a su puro, advirtiendo que el pobrecito no podía ni respirar–. ¿No sabes hablar? ¿'Tas nerviosito?

Fumó calmadamente, mientras veía al chico temblar en su asiento.

–'Ira, cabroncito...yo creo que no eres tan pendejo como pa' no saber por qué estás aquí, ¿o sí? Digo, el que mi huerco se haya muerto te dice algo, ¿no? –hizo una pausa, colocando su mano libre en el respaldo de la silla del pálido chico–. Me largo a platicar con tus amiguitos y 'orita regreso, cabrón. Y pa' que en todo el rato no me extrañes, te dejaré éste regalito pa' que me recuerdes mientras...

Y en un rápido movimiento, don Abel pegó la ardiente punta de su puro en un testículo de Roque. El chico bramó espantosamente mientras el viejo estallaba en carcajadas.

–¡Ni te quejes, pinche puto! Si nomás lo has de usar pa' miar...

Roque se desmayó por el dolor, mientras don Abel se retiraba a la siguiente habitación.

Justo como en la anterior, tan pronto entró el jefe e hizo la señal, uno de sus hombres arrancó el sucio costal que cubría la cabeza de su siguiente víctima, revelando el desencajado rostro de Valdo Castro.

Los ojos del tipo casi se desorbitaron al contemplar a su señor de la muerte. Chillando y sacudiéndose frenéticamente en su asiento, también vio a su lado la mesa de instrumentos de tortura.

Exasperado por esos gritos, don Abel hizo un gesto de fastidio.

–¡Ya deja de chillar, pendejo! Ya ni una vieja, caray... –sacudió la cabeza–. A ver, ya, en caliente. Cuéntanos, acá, en confianza...mataron a mi hijo, ¿eh? ¿Porqué? Tan buen jefecito que él fue con ustedes, los sacó de la mierda en la que estaban, de ser unos putitos muertos de hambre les dio de todo: plata, lujos, viejas por montones... ¡¿Y ustedes así se lo pagan, dejándolo tirado muerto en la calle cual perro?!

Valdo respondió tartamudeando, escupiendo las palabras:

–N-n-no señor Rianchos...le-le juro que yo...yo no...fue el pinche Roque, que nos chillaba porque le iban a chingar a su mamá...y luego el Toño...y...y yo...

De Norte a SurDonde viven las historias. Descúbrelo ahora