9: La viuda que no pudo ser

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Los ojos de Keyla estaban reventados de lágrimas, mientras contemplaban la dorada placa que tenía grabado el nombre de su prometido. Había acudido al mausoleo para contemplar el sepulcro que contenía los restos no sólo de Joan, sino también de sus sueños pisoteados. Cada vez que podía escapaba de su atareada vida para ir a visitar ese lugar, sin importar las estrictas medidas de seguridad.

Postrada ahí, rezaba y rezaba cada oración que le fue enseñada y, de vez en vez, echaba una ojeadita a su alrededor, verificando que ningún otro vivo anduviera cerca. Al comprobar que se encontraba sola, su cara desencajada por el sufrimiento pronto se deformó por un auténtico rencor.

–Maldito perro –masculló despacio–. ¡Maldito seas, Joan Rianchos! ¡Si al menos me hubieras dejado embarazada! Hubiera pasado a ser de tu familia y por fin tendría derecho a lo que me corresponde por haberte aguantado tanta mierda. ¡Ojalá te pudras en el infierno!... Dios te salve María, llena eres de gracia...

Keyla abandonó el cementerio y subió a su auto para ir a la mansión Rianchos Garza, donde tuvo que esperar a que los guardias le cedieran el paso. Tras unos minutos de espera, la dejaron ingresar al bellísimo sendero plagado de coloridos jardines, un lago artificial ornamentado con aves exóticas, suntuosas estatuas de mármol y la inmensa fuente erigida en la rotonda que conducía a la mansión, la joya de la corona, ostentando una fachada inspirada en la arquitectura griega. En otra época, todo ese esplendor había hecho soñar a Keyla con su boda, en la que uniría su vida a la del hombre que la haría dueña de todo eso y de mucho más.

Pero ahora, no lograban más que provocarle un gran nudo en su garganta, encarando la cruel realidad de haberlo perdido todo sin siquiera alcanzarlo, en ser una viuda sin título. Una viuda que no pudo ser.

Al entrar al vestíbulo, fue recibida por el ama de llaves, quien la condujo hasta los aposentos de doña Yolanda. Luego de ser debidamente anunciada, Keyla pudo entrar a la suntuosa habitación para encontrarse a su exsuegra tomando el té, echada en su diván y ataviada con una bata de seda negra que combinaba perfecto con su corta cabellera, muy al estilo de los años 60. Se dignó a mirar a la muchacha con esos ojos aceitunados y la barrió de arriba abajo con ese clasismo tan característico en ella.

Ni el luto había logrado que esa vieja la mirara con algo de respeto.

–¡Hija de mi alma! Creí que ya no vendrías, me estaba sintiendo tan sola...

Keyla la besó en la mejilla, siendo apabullada por el aroma de su fino perfume.

–Buenas tardes, señora. ¿Cómo iba a dejarla sola en estos momentos?

–Ven, siéntate a mi lado. ¿Gustas un té?

–Sí, señora, gracias. Muy amable.

–Eulalia –ordenó la señora–, sírvele a la señorita y retírate.

La empleada procedió a entregarle a Keyla una humeante taza de té, la cual ella agradeció con apenas un gesto. De inmediato, la silenciosa mujer se retiró de la habitación y cerró tras de sí.

Una vez a solas, suegra y nuera tomaron sus tazas de té.

–Vengo de visitar a Joan –anunció Keyla débilmente; al ver que la señora ni se inmutaba, prosiguió–. Pasé a rezar por su alma, aunque...debo admitir que aún no puedo convencerme de que ya no está. Paso a ver su tumba para hacerme a la idea...y sigo sin convencerme –declaró con honestidad.

–Sí, parece una cruel mentira –murmuró Yolanda, tal vez a la muchacha, tal vez a sí misma–. A veces se me figura verlo entrar por la puerta...pero solo me desengaño. ¿Sabías que todavía me aterra pasar frente a su cuarto, porque ahora está demasiado silencioso? Toda la casa está más silenciosa sin él. Ya mejor pido que me suban el desayuno, ya que estar sola en ese comedor donde él y yo desayunábamos juntos es... –Se cubrió el rostro con su pañuelo–. ¡¿Quién pudo ser tan cruel?! ¡Mi niño no se merecía morir antes de mí! ¡Él merecía vivir mucho más, él tenía muchos sueños por lograr! Ya me figuraba yo llena de nietos, correteando por la casa...

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