15: El palacete blanco

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El miedoso Roque era transportado en una lujosa troca Rianchos, conducida nuevamente por el Todojunto. Al contrario que la vez anterior, esta vez no tenía ningún costal en la cabeza, ni ninguna atadura en sus manos o pies. Solamente lo habían escoltado para depositarlo en el asiento trasero, donde no tendría más remedio que arrellanarse, pues naturalmente que le habían puesto seguro a su puerta para evitar un escape.

Después de estar toda la noche encerrado en aquella oficina, engrosando la larga lista de sospechosos, el chico vio con horror cómo don Abel le decía textualmente a su esbirro:

–Llévate al niño con su mamá.

Una instrucción que a Roque lo había alarmado, pues con paranoia supuso que podía ser alguna frase de doble sentido, que significara silenciarlo para siempre. Aun así, poco o nada podía hacer.

Se atrevió a asomarse por la ventanilla y notó que se metían a un paraje desconocido y lejano, tupido de vegetación, además de una bella caída de agua en donde, sin dudas, aventarían su cadáver luego de meterle un tiro en la cabeza. Entonces el muchacho se encogió todavía más en su asiento.

Al arribar, vislumbró un enorme portón obscuro que estaba fuertemente custodiado. Fueron recibidos por unos guardias fuertemente armados, que les concedieron paso franco.

–¿Qué pasó, panzones? –saludó el Todojunto.

–Todo quieto, jefe –respondió uno de ellos.

Y la troca ingresó al hermoso predio, rumbo a una mansión que tenía el aspecto de un castillo blanco, bellamente iluminado por la luz matutina. El Todojunto aparcó frente a la entrada, obligó al chico a bajarse y entonces ambos ingresaron al castillo, que los recibiría con toda su gloria.

Era tan lujoso todo lo que Roque ahí vislumbró, que por un momento creyó que estaba soñando o que había expirado ya, y que ni cuenta se había dado. Apenas sí escuchaba el desenfadado parloteo del sicario que lo escoltaba, sólo fue capaz de volver a la realidad cuando fue empujado a una puerta de esmerilado cristal.

–Métase ahí, cabrón, que lo están esperando.

–N-no, por favor...le suplico piedad...

Incrédulo, el Todojunto se echó a reír.

–¡Ah, que conejito tan zacatón! No me digas que le tienes miedo a tu jefecita.

–¿Qué? –escupió el muchacho, todavía sin entender.

–Ándele, métase y deje de chingar, que hoy tengo mucho jale qué hacer...

Sin más remedio, Roque atravesó esa puerta a empellones.

Lo primero que vio fue una hermosa alberca turquesa, alimentada por aguas de la cascada. Alrededor, se apreciaban jardines perfectamente engalanados con abundante flora, y a la distancia se apreciaba la cancha de tenis, a la que se llegaba bajando una escalinata. Roque se quedó embobado, admirándolo todo.

De repente, distinguió en el jacuzzi una exuberante figura bastante familiar.

–¿M-mamá?

Elsy se quedó boquiabierta, teniendo que retirarse los lentes de sol para confirmar la veracidad de tan hermosa visión. Presurosa, salió del jacuzzi y corrió hacia él, ataviada con su bikini de lentejuelas.

Lo abrazó fuertemente y le besuqueó toda la cara, sin importarle dejarle todo empapado.

–¡Mi niño, mi corazón! Todo valió la pena, estás aquí, ya estás aquí...

Roque sólo la miraba, deduciéndolo todo.

Madre e hijo se encaminaron hacia una mesita de playa y tomaron asiento. De inmediato, Elsy agarró la campanita que estaba ahí dispuesta y llamó a la sirvienta, que sin tardanza se presentó ante ellos.

–Meche, prepárale algo a mi niño. Que sea rápido, por favor.

Cuando la sirvienta se alejó, Roque interrogó a su madre:

–Mamá, ¿qué estás haciendo aquí? Por favor, dime que no es lo que estoy pensando.

–Bueno, hijo... –empezó ella a narrar nerviosamente–. Lo que pasa es que tu abuelo fue a verme muy preocupado, tan pronto se supo lo de Joan. Entonces hice mis averiguaciones y...

–Y te acostaste con el viejo –completó él con voz glacial.

–Pues, ¿qué más querías que hiciera?

–Sí, ya sé. No te sabes de otra.

–¡Se trataba de tu vida! No esperaba que me lo agradecieras...pero sí que lo valorarás...

Roque recapacitó, pues se estaba comportando como un idiota con la mujer a la que le debía la vida, aunque sus métodos no fueran nada ortodoxos.

–Lo valoro, Elsy. Gracias.

Su madre volvió a sonreír.

–Yo sé que pasaste por mucho, hijo, pero debes tener fe. Abel no es tan malo como se ve.

El muchacho la miró incrédulo.

–¡¿Te cae?!

–Bueno...al menos no me ha golpeado como lo hacía Joan...Y me prometió dejarte vivo y aquí estas. Si se lo hubiera pedido a Joan, sin duda ya estarías muerto...

Roque hizo callar a su madre con un ademán de la mano. No quería volver a ser grosero con ella.

Entonces llegó la sirvienta, trayendo una charola generosamente servida que inevitablemente provocó que el estómago del chico rugiera. Aun así, él todavía sentía un desagradable nudo en la garganta.

Al quedar nuevamente solos, el hijo volvió a cuestionar a su madre:

–Bueno, ¿y ahora qué sigue, Elsy? ¿Qué crees que va a pasar cuando a él se le acabe el gusto?

–Pues yo me voy a encargar de que no se le acabe el gusto...

–¡Mamá, por favor! ¡No sabes en lo que te metes! ¡Piensa! Si Joan era un cabrón maldito, éste viejo es el diablo parado. ¿De quién crees que Joan aprendió todas sus chingaderas?

–Pues...por más que sea el diablo, hay cosas que solamente yo le sé parar.

–Elsy, cállate. Pese a todo eres mi madre y no me gusta oírte hablar así... –suspiró–. Él te tiene muy a gusto, sí, pero no deja de ser una trampa. ¿No te das cuenta que saldrás en un cajón? ¿Y yo detrás de ti?

La mujer fulminó a su hijo con la mirada, harta ya de su actitud.

–Pero, ¿cuál es tu problema, Roque? ¡Tenía que salvarte la vida! Y si le guste tanto a este señor para ser su protegida, pues ni modo. ¡Ahora hay que sacarle provecho a esto y lo vamos a hacer bien!

Roque sabía que su madre tenía la razón, consciente de que no se podía hacer nada. Lo quisiera o no, el chico debía confiar en el poder sexual que la Chuparrosa ejercía sobre don Abel, pues gracias a eso él había logrado salvarse de la muerte misma. Quizás para él, lo peor había pasado ya.

Elsy no pudo evitar actuar como la madre que era.

–Bueno, ahora ponte a comer. Al rato llamarás a tus abuelos, para decirles que estás bien.

El muchacho asintió y en silencio empezó a comer.


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